La fe lleva a descubrir que el encuentro con Dios valora, perfecciona y eleva cuanto hay de verdadero, de bueno y de bello en el hombre. Es así que, mientras Dios se revela y se deja conocer, el hombre llega a saber quién es Dios, y conociéndole se descubre a sí mismo, su proprio origen, su destino y su grandeza.
El conocimiento de Dios es por ello experiencia de fe e implica, al mismo tiempo, un camino intelectual y moral: alcanzados en lo profundo por la presencia del Espíritu de Jesús en nosotros, superamos los horizontes de nuestros egoísmos y nos abrimos a los verdaderos valores de la existencia.
La tradición católica, desde el inicio, ha rechazado el llamado fideísmo, que es la voluntad de creer contra la razón. “Creo porque es absurdo” no es fórmula que interprete la fe católica. Dios, no es absurdo, sino que es misterio. El misterio, a su vez, no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de significado, de verdad.
La fe permite contemplar a Dios, porque es acogida de su revelación en la historia y, por decirlo así, recibe verdaderamente toda la luminosidad del misterio de Dios, reconociendo el gran milagro: Dios se ha acercado al hombre, se ha ofrecido a su conocimiento, condescendiendo con el límite creatural de su razón (cf. Conc. Ec. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 13).
Al mismo tiempo, Dios, con su gracia, ilumina la razón, le abre horizontes nuevos, inconmensurables e infinitos. Por esto la fe constituye un estímulo a buscar siempre, a nunca detenerse y a no aquietarse jamás en el descubrimiento inexhausto de la verdad y de la realidad.
En esta línea, san Anselmo dirá que la fe católica es fe que busca la inteligencia para el acto interior de creer. La fe católica es, por lo tanto, razonable y nutre confianza también en la razón humana.
San Juan Pablo II, en efecto, en la encíclica Fides et ratio sintetiza: «La razón del hombre no queda anulada ni se envilece dando su asentimiento a los contenidos de la fe, que en todo caso se alcanzan mediante una opción libre y consciente» (n. 43). En el irresistible deseo de verdad, sólo una relación armónica entre fe y razón es el camino justo que conduce a Dios y al pleno cumplimiento de sí.
Nos encontramos la semana que viene para conocer más nuestra fe, la fe de la Iglesia, la fe que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús. Que Él les bendiga hoy y siempre!
Hola amigos: porque queremos tener razones para creer y motivos para la esperanza, estamos compartiendo “El Credo comentado por Benedicto XVI”, de entre su luminoso magisterio hoy nos centraremos en “El deseo de Dios”.
El camino de reflexión que estamos realizando juntos nos conduce a meditar hoy en un aspecto fascinante de la experiencia humana y cristiana: el hombre lleva en sí un misterioso deseo de Dios.
De modo muy significativo, el Catecismo de la Iglesia católica se abre precisamente con la siguiente consideración: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27).
El deseo humano tiende siempre a determinados bienes concretos, a menudo de ningún modo espirituales, y sin embargo se encuentra ante el interrogante sobre qué es de verdad «el» bien, y por lo tanto ante algo que es distinto de sí mismo, que el hombre no puede construir, pero que está llamado a reconocer. ¿Qué puede saciar verdaderamente el deseo del hombre?
El hombre, en definitiva, conoce bien lo que no le sacia, pero no puede imaginar o definir qué le haría experimentar esa felicidad cuya nostalgia lleva en el corazón. No se puede conocer a Dios sólo a partir del deseo del hombre. Desde este punto de vista el misterio permanece: el hombre es buscador del Absoluto, un buscador de pasos pequeños e inciertos.
Y en cambio ya la experiencia del deseo, del «corazón inquieto» —como lo llamaba san Agustín—, es muy significativa. Esta atestigua que el hombre es, en lo profundo, un ser religioso (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 28), un «mendigo de Dios». Los ojos reconocen los objetos cuando la luz los ilumina. De aquí el deseo de conocer la luz misma, que hace brillar las cosas del mundo y enciende el sentido de la belleza.
Somos peregrinos hacia la patria celestial, hacia el bien pleno, eterno, que nada nos podrá ya arrancar. Cuando en el deseo se abre la ventana hacia Dios, esto ya es señal de la presencia de la fe en el alma, fe que es una gracia de Dios. San Agustín también afirmaba: «Con la espera, Dios amplía nuestro deseo; con el deseo amplía el alma, y dilatándola la hace más capaz de Dios mismo» (Comentario a la Primera carta de Juan, 4, 6: pl 35, 2009).
En esta peregrinación sintámonos hermanos de todos los hombres, compañeros de viaje también de quienes no creen, de quién está a la búsqueda, de quien se deja interrogar con sinceridad por el dinamismo del propio deseo de verdad y de bien.
Nos encontramos la semana que viene para conocer más nuestra fe, la fe de la Iglesia, la fe que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús. Que Él les bendiga hoy y siempre!
Hola amigos: porque queremos tener razones para creer y motivos para la esperanza, estamos compartiendo “El Credo comentado por Benedicto XVI”, de entre su luminoso magisterio hoy nos centraremos en la “La fe de la Iglesia”.
Damos así un paso más en nuestra reflexión, partiendo otra vez de algunos interrogantes: ¿la fe tiene un carácter sólo personal, individual? ¿Interesa sólo a mi persona? ¿Vivo mi fe solo? Cierto: el acto de fe es un acto eminentemente personal que sucede en lo íntimo más profundo y que marca una conversión personal.
Los domingos, en la santa misa, recitando el «Credo», nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. Ese «creo» pronunciado singularmente se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, donde cada uno contribuye a una concorde polifonía en la fe.
El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza de modo claro así: «“Creer” es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. “Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre” [san Cipriano]» (n. 181). La fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella.
La Iglesia, por lo tanto, desde el principio es el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe, el lugar donde, por el bautismo, se está inmerso en el Misterio Pascual de la muerte y resurrección de Cristo, que nos libera de la prisión del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce en la comunión con Dios.
La fe es una virtud teologal, donada por Dios, pero transmitida por la Iglesia a lo largo de la historia. La Iglesia nos da la garantía de que aquello en lo que creemos es el mensaje originario de Cristo. El núcleo del anuncio primordial es la muerte y resurrección del Señor, de donde surge todo el patrimonio de la fe.
De tal forma, si la Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente a fin de que los hombres de toda época puedan salvarse. Así, la Iglesia «con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las generaciones lo que es y lo que cree» (ibíd.).
En un mundo en el que el individualismo parece regular las relaciones entre las personas, haciéndolas cada vez más frágiles, la fe nos llama a ser Pueblo de Dios, a ser Iglesia, portadores del amor y de la comunión de Dios para todo el género humano (cf. Const. past. Gaudium et spes, 1).
Nos encontramos la semana que viene para conocer más nuestra fe, la fe de la Iglesia, la fe que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús. Que Él les bendiga hoy y siempre!
Se trata de una cuestión fundamental: ¿Tiene aún sentido la fe en un mundo donde ciencia y técnica han abierto horizontes hasta hace poco impensables? ¿Qué significa creer hoy? ¿Qué sentido tiene vivir? ¿Qué nos espera tras la muerte?
De estas preguntas insuprimibles la fe nos dona precisamente esto: es un confiado entregarse a un «Tú» que es Dios, quien me da una certeza distinta, pero no menos sólida que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia.
La fe no es un simple asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios; es un acto con el que me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama. Esta adhesión a Dios no carece de contenidos: Dios mismo se ha mostrado a nosotros en Cristo; ha dado a ver su rostro y se ha hecho cercano.
La fe es creer en este amor de Dios que no decae frente a la maldad del hombre, frente al mal y la muerte. Tener fe, entonces, es encontrar a Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona.
Así pues la fe es ante todo un don sobrenatural, un don de Dios. En la base de nuestro camino de fe está el bautismo, el sacramento que nos dona el Espíritu Santo, convirtiéndonos en hijos de Dios en Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia. Del bautismo en adelante cada creyente está llamado a revivir y hacer propia esta confesión de fe junto a los hermanos.
El Catecismo de la Iglesia católica lo dice con claridad: «Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre» (n. 154).
Creer es fiarse con toda libertad y con alegría del proyecto providencial de Dios sobre la historia. Así pues la fe es un asentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su «sí» a Dios, confesando que Jesús es el Señor. Y este «sí» transforma la vida, le abre el camino hacia una plenitud de significado, la hace nueva, rica de alegría y de esperanza fiable.
Nos encontramos la semana que viene para conocer más nuestra fe, la fe de la Iglesia, la fe que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús. Que Él les bendiga hoy y siempre!