Todos sabemos por experiencia que el sufrimiento existe. Enfermedad, muerte, contrariedades, imprevistos, separaciones, defectos de carácter… Para el cristiano el sufrimiento tiene forma y sentido de cruz. Una cruz que, a pesar de los pesares, el Señor llama “suave y llevadera”. Yo quisiera reflexionar hoy sobre el lado positivo de la cruz, algo que también experimentamos, al llevar la del Señor cada día. Aunque el mundo esté crucificado (Gal. 6,14) por las guerras, la falta de entendimiento entre las personas, los conflictos, las crisis, aunque a veces nos duela la vida y se llore desde que nacemos porque, como afirmaba Martín Descalzo “el dolor forma parte del saldo de vivir (Razones para la alegría) este mundo nuestro no es, sólo un valle de lágrimas. Los valles existen porque hay montañas, alturas, a las que podemos acceder con al ayuda de Dios y el esfuerzo personal para seguir adelante. Desde la altura, descubrimos el verdadero horizonte de nuestra vida, la luz que nos acompaña, la amplitud del paisaje que nos rodea.
Para “ver” el lado positivo de la cruz necesitamos pedirle a Dios que nos aumente la fe, la esperanza-confianza, el amor. Sin estas tres virtudes no podemos hacer nada. Todo se queda en “agua de borrajas”. La cruz es amable, nos llena de alegría cuando descubrimos lo que significa: salvación. Numerosas fiestas, el arte, los pasos de Semana Santa, las celebraciones, a veces sencillas, la enaltecen recuerdan su sentido gozoso, pacificador. Otra cosa es vivirla, podemos pensar. En el mes de mayo se celebraba hace años, en algunos lugares de Andalucía, una fiesta popular llamada la Cruz de Mayo. Entre otras cosas, los chavales solían preparar pequeñas procesiones, con flores y tamboriles que acompañaban, cada cual cumpliendo su función, improvisados “pasos” en los que la Virgen tenía su protagonismo también. La primavera, el buen tiempo, la creatividad de aquellos coloridos soportes llevando la cruz de palo adornada, más alguna discreta imagen de Nuestra Señora o simplemente, una estampa que la recordara, llenaban de inesperado regocijo a cuantos nos topábamos con la pintoresca comitiva procesionaria, recorriendo las calles del barrio. La cruz entonces era una cruz de flores. Y es que, la cruz del Señor siendo una, tiene diversas lecturas, infinitos matices que se van descubriendo al toparse con ella. Es sin duda un motivo de sufrimiento, su padecimiento es redentor, pesa y a veces parece que te aplasta, sobre todo cuando la rechazas y no la llevas con amor. La cruz esconde sus secretos al ojo escrutador de la soberbia, a la indefensión del hombre, de la mujer, que se siente “no amado” por Dios y ante la prueba se pregunta ¿por qué a mí? La cruz del Señor desvela su misterio al que no hace preguntas y sigue amando, sabiendo que el amor es lo que le da sentido al dolor. Esto a veces es un proceso que dura toda la vida y nunca parece conseguirse del todo. La cruz impone. Para el cristiano la cruz tiene, además, un valor simbólico. Conocí a una persona que solía trazar la señal de la cruz sobre la frente de sus hijos. No porque les deseara sufrimiento alguno, quería que Dios los protegiera. La cruz del Señor no es sólo, por definición, algo que se cruza en nuestro camino, que nos mortifica y contraría nuestra voluntad. La cruz es también sosiego, protección. Con sus brazos extendidos, congrega a los hombres y a las mujeres de toda raza y condición, nos mantiene unidos, al resguardo de muchas inclemencias. Los cristianos trazamos varias veces al día la señal de la cruz sobre nuestras cabezas, sobre el corazón, signándonos en la frente, en la boca, en el pecho y santiguándonos a continuación, mientras pronunciamos despacio, valorando cada invocación, esa oración maravillosa que aprendimos de niños: “Por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor Dios nuestro. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén”. He visto solucionarse problemas difíciles por medio de esta sencilla invocación dicha con fe y humildad. La fe mueve montañas, la humildad nos hace ser niños delante de Dios, la señal de la cruz nos libra de nuestros enemigos, sobre todo de los que atentan contra nuestra salvación. A veces nuestro peor enemigo somos nosotros mismos. Hacer con devoción la señal de la cruz nos devuelve la paz y la alegría. ¿De qué sirve tener “de todo” si estamos tristes? La alegría es un reto, una decisión personal que nos impulsa a querer descubrir o redescubrir, cuando parece que hemos olvidado lo bueno que hay en nuestra vida. Para que sea duradera, la alegría tiene que “saber” pasar por la puerta estrecha de la cruz y eso sólo se consigue aceptando la sabiduría que esa misma cruz esconde y que se nos da cuando arrimamos el hombro y no caemos en la fácil y muy humana tentación de pensar que el sufrimiento es consecuencia de la mala suerte, aunque muchas veces, si, es fruto del mal uso que las personas hacemos de la libertad. Según estaban las cosas, después del desaguisado del Paraíso, la cruz hizo posible la felicidad, que es para lo que fuimos creados. De alguna manera esa es la voluntad inmutable de Dios: que estemos alegres porque hay “motivo”, aunque las cosas cuesten y el sufrimiento sea un componente casi constante, en mayor o menor grado, de la vida humana. Una frase de Jacques Philippe nos recuerda las preferencias del Señor en este sentido: “La voluntad de Dios está donde existe el máximo de amor, pero no forzosamente donde está el máximo de sufrimiento” (J. Philippe, “en la Escuela del Espíritu Santo”)