Getafe, 29 de marzo de 2018
"HACED ESTO EN MEMORIA MÍA"
Con estas palabras Jesús entrega a los apóstoles, reunido para celebrar la última cena con él antes de padecer su pasión y muerte, el don de su Cuerpo y de su Sangre. Así, la Iglesia, fiel al mandato de su Señor, sigue celebrando cada día la Eucaristía, sin que el paso del tiempo haya podido borrar el estupor que produce que Dios se haga presente en el mundo a través de las humildes especies del pan y del vino, y por las palabras de un hombre, de un sacerdote que actúa en la persona de Cristo. Con razón se llama a la Eucaristía sacramento del amor, porque no hay amor más grande que entregar la vida por los amigos, perpetuando este amor hasta el fin de los tiempos para que todos podamos beneficiarnos del él.
Esto es lo que celebramos en la tarde del Jueves Santo, el amor de Dios, que nos amó hasta el extremo y por eso nos dejó estos dones: la Eucaristía, el sacerdocio ministerial y la caridad –el amor fraterno-.
Esta celebración es también el pórtico del Triduo Pascual, en el que nuestra Madre la Iglesia, nos acompaña a través de los misterios de la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús. Desde el Cenáculo iremos al Calvario hasta llegar a la proclamación de la victoria de Jesucristo sobre el mal y sobre la muerte.
1. En la Eucaristía hacemos memoria de la Pascua del Señor, y memoria no es la simple repetición de un recuerdo de algo que ocurrió hace muchos años. Nuestra memoria es memorial, es decir, que es actualización, presencia real de lo que aconteció entonces. Cada vez que celebramos la Santa Misa, por tanto, se actualiza la entrega del Hijo de Dios en la cruz, porque las palabras de Jesús en el Cenáculo sólo se harían realidad en el Calvario.
Celebrar la Eucaristía no es un hecho basado en la nostalgia o la admiración por Jesús, es presencia real y verdadera del Señor que sigue salvando, que no ha dejado nunca de salvar, porque su amor es total, hasta el extremo, y no se acaba nunca. Celebrar la Eucaristía es, queridos hermanos, un don grande, el tesoro más grande que tiene la Iglesia para ofrecernos, porque es Cristo mismo. Que gran beneficio es nuestra participación en la Eucaristía. Cómo me gustaría que nuestro pueblo descubriera este don, la presencia del Señor. Me duele como pastor, como Obispo, que muchos de nuestros hermanos no hayan descubierto todavía la Eucaristía y no participen en ella. Tendríamos que convertirnos todos en apóstoles de la Eucaristía para con nuestros hermanos, sería una gran prueba de amor hacia ellos.
2. Los judíos, hemos escuchado en el libro del Éxodo, celebraban cada año la fiesta de la pascua en la que recordaban el paso del Señor que los liberó de la esclavitud de Egipto. Repetían los gestos que les recordaban y actualizaban ese paso salvador. Comían el pan ácimo, el pan de la prisa, que era signo de disposición para salir de la comodidad a la que incluso la esclavitud nos puede llevar. Sí, podemos preferir, muchas veces, ser esclavos con tal de tener asegurado nuestro bienestar, a ser libres para servir al Señor en la prueba; y lo hacían de pie, con la cintura ceñida, dispuestos ya para seguir al Señor. La señal que debían poner en las puertas era la sangre.
En esta pascua de los judíos, los cristianos encontramos un anuncio de la Pascua definitiva, la que Cristo ha realizado haciendo de su sangre el gran signo que nos reconcilia con Dios y nos libera de la esclavitud del pecado y de la muerte. Por eso, la pascua de los judíos es también ejemplo para nosotros de cómo debemos vivir el paso del Señor por nuestras vidas. La Eucaristía hay que vivirla, en primer lugar, con espíritu de agradecimiento al Señor que nos hace gustar su bondad, y hay que hacerlo, al mismo tiempo, con desprendimiento, en abandono, introduciéndonos en un misterio que nos supera, que es mayor que nuestras capacidades y afectos, y que sólo se puede aceptar en la fe.
No podemos vivir sin la Eucaristía, porque es la Eucaristía lo que sustenta la vida cristiana, la que hace a la Iglesia. Cómo no recordar el precioso testimonio de aquellos mártires africanos del siglo IV. Tras ser arrestados y llevados ante el Procónsul, este le preguntó que por qué habían trasgredido la orden del emperador. Y ellos le contestaron con sencillez: No podemos vivir sin el Domingo, es decir, no podemos vivir sin la Eucaristía. No les faltarían a estos mártires la fuerza para afrontar las dificultades y no sucumbir.
3. Algunos pueden preguntarse, incluso objetarnos a los cristianos, que hablamos de Eucaristía, pero ¿dónde queda la caridad, la preocupación por los demás, la ayuda a los necesitados? La respuesta es sencilla: la Eucaristía es la fuente de la caridad cristiana. La celebración de la Eucaristía nos ha de llevar siempre a la cercanía con el hermano, al compromiso en favor de los más débiles. Nuestra caridad no es mera filantropía, es la respuesta de amor al amor que Dios nos tiene.
El evangelio que hemos proclamado así nos lo enseña. San Juan pone el relato del lavatorio de los pies en el lugar en que el resto de los relatos evangélicos han puesto la institución de la Eucaristía en la última cena. El cambio está lleno de significado. Jesús lava los pies a sus discípulos dándoles así ejemplo para que ellos hagan lo mismo. Una vez más les está diciendo: Haced esto en memoria mía. Si yo he hecho esto, les dice, es para que también lo hagáis vosotros con los demás.
Hoy el Señor Jesús también nos dice a nosotros: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? ¿Podemos comprender, queridos hermanos, lo que el Señor ha hecho con nosotros, en nuestro favor? Nos ha dado su Cuerpo y Sangre como amor entregado, hecho servicio, para que nosotros seamos también eucaristía en la entrega servicial a los demás.
Un cristiano, una comunidad cristiana, que no expresa este amor servicial tendrá que preguntarse si está celebrando bien la Eucaristía. Desde los orígenes del cristianismo, la Iglesia ha enseñado y vivido esta unidad indisoluble entre Eucaristía y caridad. Son numerosos los testimonios como este de san Juan Crisóstomo: “¿Queréis de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No lo honréis aquí con vestidos de seda y fuera le dejéis padecer de frío y desnudez (...) ¿Qué le aprovecha al Señor que su mesa esté llena toda de vasos de oro, si Él se consume de hambre? Saciad primero su hambre y luego, de lo que os sobre, adornad también su mesa (...) Al hablar así, no es que prohíba que también en el ornato de la iglesia se ponga empeño; a lo que exhorto es que (...) antes que eso, se procure el socorro de los pobres (...) Mientras adornas, pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro” (Obras de San Juan Crisóstomo, Madrid, BAC, 1956, II, pp. 80- 82). El Papa Benedicto XVI, recientemente, nos recordaba, además, que “junto a la presencia real de Jesús en el sacramento, existe aquella otra presencia real de Jesús en los más pequeños, en los despreciados de este mundo, en los últimos, en los cuales Él quiere que lo encontremos”.
Hoy nuestras Cáritas, así como otras instituciones caritativas de la Iglesia, hacen presente la caridad de Cristo en medio de la pobreza. Demos gracias a Dios, y pidámosle que nunca nos falte la Eucaristía, ni la caridad con los demás.
4. Pero al hablar de Eucaristía y caridad no podemos olvidar el don del sacerdocio ministerial. Hombres elegidos por el Señor que se entregan a los hermanos, alimentándolos con la Palabra, con la celebración de los sacramentos y con el servicio; actúan en la persona de Cristo, al que representan como Cabeza y Pastor de la comunidad. Que necesarios son a la Iglesia los sacerdotes, mis queridos hermanos, cuánto consuelo llevan a la vida de los fieles. Pidamos por nuestros sacerdotes, para que sean fieles y perseverantes en la vocación a la que han sido llamados, rodeémoslos también con nuestro afecto y cuidado. Y pidamos que sean cada vez más los jóvenes que quieran servir al Señor en el ministerio sacerdotal; jóvenes como los de nuestro seminario que hoy nos rodean con su juventud y su deseo de entregar la vida.
Termino con estas palabras de san Juan Pablo II: “Tenemos ante nuestros ojos los ejemplos de los Santos, que han encontrado en la Eucaristía el alimento para su camino de perfección. Cuántas veces han derramado lágrimas de conmoción en la experiencia de tan gran misterio y han vivido indecibles horas de gozo «nupcial» ante el Sacramento del altar. Que nos ayude sobre todo la Santísima Virgen, que encarnó con toda su existencia la lógica de la Eucaristía. «La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio».[26] El Pan eucarístico que recibimos es la carne inmaculada del Hijo: «Ave verum corpus natum de Maria Virgine». Que en este Año de gracia, con la ayuda de María, la Iglesia reciba un nuevo impulso para su misión y reconozca cada vez más en la Eucaristía la fuente y la cumbre de toda su vida” (Carta Apostólica, Mane nobiscum Domine, 31).