Getafe, 5 de abril de 2020
La entrada del Señor en Jerusalén marca el comienzo de la Semana Santa. Con Jesús toda la Iglesia entra en la Ciudad Santa para celebrar los misterios de la salvación. Como aquellos primeros discípulos también nosotros aclamamos al Hijo de David, al que viene en el nombre del Señor. Queremos experimentar el paso del Señor por nuestras vidas, por la vida del mundo, queremos seguirlo hasta la cruz para participar de su salvación, del don de la vida que no acaba.
Este año la celebración de la Semana Santa está marcada por el azote de la pandemia que ha traído el Covid-19. Los fieles no podrán acudir a las iglesias para celebrar las fiestas más importantes del año litúrgico, pero sí que podremos hacerlo de otro modo, desde casa, bien siguiendo las celebraciones a través de los nuevos medios de comunicación, bien unidos en oración en la familia, que como nos ha enseñado el concilio Vaticano II es la “iglesia doméstica”. Y, sobre todo, podremos estar unidos por el vínculo de la Comunión que crea en nosotros una relación indisoluble de intimidad con el Señor y con los hermanos.
Jesús entra en Jerusalén como el Mesías esperado, aunque los que lo acompañan no son capaces de entender el sentido más profundo de este gesto. En el profeta de Nazaret se cumplen las promesas que Dios ha hecho a Israel, por eso, el evangelista S. Mateo ilustra este momento con la profecía de Zacarías: “Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica”. Para los contemporáneos de Jesús no es fácil comprender que el Mesías llegue a la Ciudad de Dios para consumar la salvación y lo haga montado sobre un asno, símbolo de la humildad y la mansedumbre. Jesús entrando así en Jerusalén nos está señalando que Dios salva por el camino del servicio, desde la pobreza y la debilidad, porque sólo así puede alcanzar nuestra vulnerabilidad.
Jesús es el siervo del que nos habla el libro de Isaías. El siervo tiene conciencia de su misión y de su destino que van unidos. Es el discípulo que está llamado a decir una palabra de aliento al abatido. Es el que confía porque sabe que el que lo envía es fiel y cumplirá su promesa. Pasa por la prueba del dolor, pero no esconde el rostro, porque no quedará defraudado.
Escuchar estas palabras, querido hermanos, es fuente de consuelo. En el rostro de Cristo sufriente, azotado por el sufrimiento y el dolor, encontramos al Dios que nos está salvando, al Dios que no defrauda. Ante la tentación constante de buscar el rostro de Dios en una vida brillante, en el éxito, a un Dios que me libra de la dificultad, y en el que no hay lugar para el sufrimiento, se nos anuncia la presencia de Dios que es capaz de acompañar nuestra debilidad, de sostenerla; que se hunde en nuestro barro, ensuciándose, para sacarnos de él.
Es verdad que podemos repetir con el salmista, y más en estos días: “Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado”. Es el grito de la humanidad de todos los tiempos, que en estos momentos suena con especial fuerza en el mundo: ¿Dónde está Dios?, ¿acaso nos ha abandonado?, ¿cómo ver a Dios en la impotencia que produce en nosotros el sufrimiento y la muerte? La respuesta sólo está en la confianza. El salmo 21 no es un salmo de desesperación sino de confianza. Dios siempre está en la prueba acompañando y consolando. Ante el mal es fácil rebelarse; el mal hemos de rechazarlo sin duda, pero el remedio contra el mal es la confianza, encontrar en él la fuerza del amor que libera, la presencia de un Dios que salva, el mal es menos duro con la presencia del Otro.
El discípulo es el que sabe decir al abatido una palabra de aliento, el que consuela. En estos días el Señor nos llama a consolar, a estar cerca de los que sufren, a decir una palabra a tantos que están abatidos por el mal, por el sufrimiento, por la muerte. Consolar es hacer presente a Dios, es acercar al Dios del consuelo y de la misericordia. Es poder decir junto, prestando la voz al que no la tiene, la esperanza al que la ha perdido, la fe al que no la abrazó, las manos al cansado, al triste, al enfermo, “pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven conmigo a ayudarme”.
El relato de la pasión de S. Mateo que acabamos de proclamar coloca en el horizonte de nuestra celebración la cruz. La cruz que es consecuencia de una vida y cumplimiento de una promesa.
La meditación atenta y contemplativa de este texto evangélico ilumina el proyecto de Dios sobre el hombre y la humanidad. La muerte de Jesús, el Hijo, no es una casualidad, ni siquiera el resultado de una trama político-religiosa, sino que es la respuesta al plan trazado por Dios antes de todos los tiempos. En Jesús y en su Pascua se cumple esta salvación, que Él realiza por su obediencia al Padre, como dice S. Pablo, “hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz”. Jesús va consciente y libremente a la muerte porque esta es la voluntad del que lo ha enviado. Esto supone una lucha para la humanidad, el ver en el sufrimiento y en la muerte el plan de Dios, por eso nos preguntamos, ¿por qué el sufrimiento? ¿por qué la cruz? Y hemos de reconocer que en muchos momentos no nos toca comprender, sino aceptar, fiarse, abandonarse a un proyecto que está por encima de nosotros. ¿Cómo hacerlo? Sólo en la experiencia de ser amado. La cruz de Cristo, su muerte, sólo tienen respuesta en el amor de Dios. En el escenario del sufrimiento y la muerte del Señor está el misterio de la entrega del Hijo de Dios, por amor, por puro amor, para salvarnos.
Desde esta luz de la Pascua de Cristo se iluminan nuestras cruces, los sufrimientos del mundo que no tienen sentido, la muerte de cada justo. La luz que proyecta el amor de Dios ilumina la oscuridad de este camino que hacemos entre sombras y las tinieblas de la muerte. Y es la libertad de la obediencia al plan de Dios vivida por Jesús en su muerte y resurrección lo que le otorga la dignidad que sólo la coherencia y la autenticidad pueden lograr.
Hemos de reconocerlo, muchos en este momento tenemos miedo. Miedo al sufrimiento, miedo a la cruz, miedo a la muerte. Traigamos las palabras del Papa pronunciadas estos días pasados en la sola y, al mismo tiempo, llena plaza de S. Pedro del Vaticano, son una invitación a la esperanza, abrazados a la cruz del Señor:
“Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza (..) En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza.
María que acompañó a su Hijo hasta la cruz, nos acompañe en esta etapa del camino para que nos identifiquemos con Cristo, muriendo con Él para resucitar con Él.
+ Ginés, Obispo de Getafe