MISA FUNERAL POR EL PAPA BENEDICTO XVI
S.I. Catedral de la Magdalena
Getafe, 7 de enero de 2023
“Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo” (S 23,4).
Estas palabras del salmo nos invitan a mirar a Cristo, vencedor de la muerte, al tiempo que son una súplica confiada al Dios de la vida, porque aun en la cañada más oscura de la existencia humana que es la realidad de la muerte, Él siempre viene con nosotros. Su presencia ilumina la noche oscura y da sentido a lo que desde la sola humanidad no lo tendría.
En esta mañana, queridos hermanos, nos convoca la fe en Cristo muerto y resucitado, sostén de nuestra esperanza y fundamento de la caridad fraterna. Nos reunimos para celebrar la Eucaristía por el Papa Benedicto XVI al que Dios confío el cuidado de su Iglesia como Sucesor del apóstol Pedro. Nuestra oración es de alabanza y acción de gracias por la persona y el ministerio del querido Papa Benedicto, y de oración confiada para que Dios cumpla en él su promesa dándole el premio de los buenos pastores.
La muerte de Papa emérito nos ha sorprendido y nos ha dolido en el corazón, y es que la muerte, aunque esperada, siempre nos sorprende. El hombre no es un ser para la muerte, por eso la muerte de aquellos a los que queremos se convierte en una crisis humana, en una pérdida que nos hace sufrir y llorar. Y no es casual que en el corazón mismo de esta experiencia humana de desgarro se encienda la luz de la fe que lo invade todo, que invade las tinieblas de la muerte y prende en el corazón del hombre el fuego de la esperanza: no hemos nacido para la muerte, no; hemos nacido para la vida, una vida en Dios, una vida para siempre.
I. El Papa Benedicto, que fue bautizado una mañana de sábado de Gloria, siempre tuvo muy presente en su vida y en su reflexión esta realidad de la muerte y de la vida. El Sábado Santo representa el “oscurísimo misterio de la fe” y, al mismo tiempo, “el signo más luminoso de la esperanza”. Cristo descendió a los infiernos, y allí acaece lo inconcebible: “el amor penetró en el reino de la muerte; aun en la oscuridad más extrema podemos escuchar una voz que nos llama, buscar una mano que nos agarra y nos saca de allí” (J. Ratzinger/Benedicto XVI. La muerte de Cristo. Meditaciones sobre la Semana Santa). El teólogo Ratzinger, y después Benedicto XVI, nos enseñó que el misterio de la vida y de la muerte solo se esclarecen en el amor. Solo el amor de Dios ilumina la realidad del hombre y del mundo y hace que cobren todo su sentido.
San Pablo en la carta a los Gálatas nos recuerda esta certeza del amor de Dios. Dios no se reserva, Dios nos ama hasta más allá del límite, hasta la entrega de su propio Hijo, es esta la prueba de un amor grande y eterno, es el encuentro de lo divino con lo humano, en el que se rompe la tela que nos separaba del amor por el que fuimos creados y que ahora nos redime en la sangre del Hijo. Por eso, podemos afirmar con el apóstol: “¿quién nos separará del amor de Dios?” (Rm 8,35). Nada, nada nos puede separar de su amor, ni siquiera la muerte. Nosotros ya hemos vencido en Aquél que nos ha amado. La victoria sobre el pecado y sobre la muerte es definitiva. Nunca he podido olvidar la emoción cuando leí, por primera vez, la Introducción al cristianismo de Ratzinger en mi etapa de formación sacerdotal, aquellas páginas en las que al hablar de la resurrección de Cristo afirmaba: “La profesión de fe en la resurrección de Jesucristo es para los cristianos expresión de fe en lo que sólo parecía sueño hermoso. Que el amor es fuerte como la muerte, dice el Cantar de los cantares (8,6) (...). Ahora podemos comprender lo que significa resurrección: Es el amor que es-más-fuerte que la muerte”. Y es que el aguijón que hacía a la muerte eterna ha sido arrancado por Jesucristo, así nuestra muerte se ha convertido en Pascua, en paso del Señor que nos llama junto a sí y nos da a gozar la vida eterna que es contemplar cara a cara la belleza de su Rostro.
La muerte es Encuentro. Una de las reflexiones más repetidas del pontificado del Papa Benedicto la encontramos al comienzo de su primera carta encíclica, Deus caritas est, cuando habla de la fe como un encuentro, “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”. Pues bien, toda la vida cristiana es encuentro con el Señor, encuentro que se da en la intimidad y en la vida comunitaria, encuentro en cada etapa del camino, encuentro en los hermanos en los que reconocemos al mismo Cristo. Y encuentro definitivo en la muerte donde el horizonte de la vida toma dimensión de eternidad. Toda nuestra vida mira, y no puede ser de otro modo, al encuentro definitivo con el Señor, a Él nos dirigimos con ánimo confiado, a Él esperamos de pie, vigilantes, con las lámparas encendidas como las vírgenes prudentes.
Entre la muerte y la vida solo hay una realidad que les dé sentido: Jesucristo. El cristianismo tiene en Él su fundamento. El sí cristiano afirma que Jesús es el Cristo. Escribe J. Ratzinger: “la fe no es la aceptación de un sistema, sino de una persona que es su palabra; la fe es la aceptación de la palabra como persona y de la persona como palabra” (Introducción al cristianismo, p. 174). Jesucristo es una persona real y cercana, que toca a la humanidad y le revela su propia identidad. Al hablar del Padre, el Hijo descubre al hombre quién es y cuál es su destino. Pero, aunque pueda tener sabor a escándalo, la revelación más clara del misterio de Dios se da en la cruz: “A Jesús se le contempla desde la cruz que habla más fuerte que todas las palabras; Él es el Cristo; no necesita nada más” (Ibid.). La entrega en la cruz del Señor es la puerta a la “eternidad del amor”, es la resurrección. La vida, la reflexión y el ministerio del Papa Ratzinger solo ha tenido un centro: Jesucristo, así lo hemos escuchado y lo hemos leído, y sus últimas palabras, según hemos sabido, han sido un resumen de su propia vida, la expresión de su corazón: “Señor, te amo”.
II. El Evangelio que hemos proclamado nos muestra a Cristo como pastor, así se define Él mismo: “Yo soy el buen pastor” (Jn 10,14). El buen pastor es el que da la vida por las ovejas, no como el asalariado que cuando ve el peligro huye y abandona al rebaño sin importarle lo que le pueda ocurrir. El pastor conoce bien a las ovejas, porque está con ellas, porque las cuida y sabe cómo es cada una, por eso las ovejas también conocen la voz del pastor y lo siguen donde vaya.
La imagen del pastor está cargada de belleza y significado. Ser pastor no es solo un oficio que hay que desempeñar, sino que muestra el ser de Cristo, un hombre para los demás. Decía el Papa Francisco en las exequias de su predecesor: “Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuesto a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la Palabra de Dios; el alimento de su presencia”.
Nosotros, pastores llamados por Dios a apacentar a su pueblo, tenemos que ser imagen de ese Buen Pastor, Cristo. Nuestra vida ha de ser una constante conformación con Él.
El Papa Benedicto ha sido un hermoso ejemplo de este pastoreo como “un simple y humilde trabajador de la viña del Señor”. Tenía la humildad de los grandes; la sabiduría adquirida, sobre todo, en la escuela del Maestro; la capacidad de escucha que no desprecia a los demás, sino que los acoge como alguien importante. Muchas veces ha repetido que la predicación del Evangelio no puede ser un arma arrojadiza, sino una propuesta libre y cargada de sentido, que ilumina la razón.
Benedicto cargó sobre sus hombros el peso de la Iglesia para iluminarla con la luz de la fe y servirla con el desprendimiento del que es enviado, del que no es dueño de nada, sino servidor fiel. Es el ejemplo de su disponibilidad el que todavía nos conmueve, disponibilidad para aceptar la misión, y disponibilidad honesta para renunciar.
Los últimos diez años del Papa emérito han sido también un precioso servicio a la Iglesia desde la oración y el silencio. Nos ha enseñado que a la Iglesia se le sirve en la primera línea de la evangelización y en la vida pastoral activa, pero también en el silencio y en la oración. Si durante largos años nos ha iluminado con su teología y magisterio, en estos últimos años nos ha sostenido con su presencia orante.
Mis últimas palabras quieren ser una llamada a la esperanza. Hoy se percibe en muchos, quizás con razón, la tentación de la desesperanza, tentación fuera y dentro de la Iglesia. Vivimos como hombres y mujeres cansado, desilusionados; por eso sería bueno pararnos a pensar desde la sinceridad del corazón: ¿dónde pongo mi esperanza? Benedicto XVI también reflexionó sobre la virtud de la esperanza en la carta encíclica Spe Salvi, allí nos dice: “Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto. Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que, sin embargo, esperamos en lo más íntimo de nuestro ser: la vida que es «realmente» vida” (n. 31).
María es la mejor escuela para vivir la esperanza, arraigada su existencia en la confianza en el Señor, realiza la peregrinación de la fe, y es Iglesia en salida en favor del pueblo del que es Madre. A Ella confiamos a nuestro querido Papa Benedicto para que lo lleve hasta su Hijo, y pueda contemplar la hermosura infinita de su Gloria.