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HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL
MARTES SANTO

Getafe, 4 de abril de 2023

“Gracia y paz a vosotros de parte de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de entre los muertos, el príncipe de los reyes de la tierra”.

Saludo con afecto a mis hermanos en el episcopado.
A los hermanos sacerdotes, al Sr. Vicario General y los Vicarios episcopales.
A los diáconos y a los seminaristas.
Un saludo lleno de afecto también para los miembros de los institutos de vida consagrada, sociedades de vida apostólica y vírgenes consagradas.
Y a vosotros, queridos laicos, hermanos y hermanas en el Señor.

Miro con alegría y esperanza a los sacerdotes que celebran por primera vez la Misa Crismal. Son cinco nuevos sacerdotes que vienen a enriquecer nuestra comunidad presbiteral, y a recordarnos que Dios sigue llamando. No nos cansemos de proponer a los jóvenes la vida sacerdotal como respuesta a la llamada de Dios y fuente de felicidad para nosotros y para todo el pueblo.

En esta celebración también quiero hacer presentes a los hermanos sacerdotes que están fuera de la diócesis por las razones que sea, a los misioneros, a los enfermos y los ancianos, a los que pasan por alguna dificultad. Todos son nuestros, y en este momento los sentimos especialmente cercanos y los acompañamos con nuestro afecto y la oración.

También quiero hacer memoria de los sacerdotes que han fallecido en este año, y para los que pedimos el premio de los buenos pastores, que vivan para siempre en la presencia del Buen Pastor.

1. Cada año la Misa Crismal nos invita a renovar nuestro Sí a la llamada del Señor, que dimos el día de nuestra ordenación sacerdotal. Recordemos el momento en el que el diácono repetía nuestro nombre y nos invitaba a acercarnos hasta el lugar en el que recibiríamos la imposición de manos del obispo, entonces contestamos: “Presente”, pero pensemos en la fórmula latina que quizás explique mejor el sentido de la respuesta que dimos: “Adsumus” -“Heme aquí”- Nos presentábamos en libertad y en disponibilidad, con nuestra pobreza, conscientes de la desproporción que existe entre la llamada y nuestras capacidades, pero decididos a darlo todo, a gastar con ilusión nuestra vida, a ofrecer todo los que somos y tenemos en el servicio a los hermanos, para gloria de Dios. Las palabras del profeta: “¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?” (Is 6,8), resonaban en el corazón para decirle al Señor: “Aquí estoy, mándame”. Que importante es, querido hermanos, volver constantemente al primer amor, y preguntarnos, por qué estamos aquí. El tiempo y las circunstancias históricas en las que vivimos pueden oscurecer ese momento que siempre necesitamos actualizar. Es lo que el Señor nos ofrece hoy para que no se apague el celo del ministerio al que hemos sido llamados por la misericordia de Dios.

Renovar la gracia de nuestro sacerdocio es volver al origen, volver a la primera llamada, y comprobar con gozo que en todo y siempre está Él. Entonces, no perseguimos una bella idea, ni nos sedujo un programa de acción que cambiaría todo a nuestro paso, ni siquiera el sueño de la realización personal al que todo hombre debe aspirar; fue, sencillamente, el cumplimiento de una promesa, siempre oculta en un Misterio; nos encontramos con Cristo que nos llamó, luchamos con el mismo Dios, como Jacob, para dejar nuestros proyectos y nuestro futuro, y lo seguimos cautivados por su llamada a colaborar con Él en la salvación de los hombres. Siempre hubo mediaciones, pero el origen, la causa y la decisión última fue el Señor. Por eso, renovarse es volver a Cristo, escuchar su llamada siempre nueva, llenarnos de Él, y seguirlo como el primer día, eso sí, con la historia de estos años, sean pocos o muchos, con luces y sombras, con gracia y con pecado. Renovar el ministerio sacerdotal es abrir el corazón para escucharlo: “¿Me amas?, y poder repetir con gozo y con la humildad del amor probado: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”.

2. La Palabra de Dios que hemos escuchado nos lleva a ese origen de nuestra vocación y ministerio, nos presenta a Jesucristo como el Ungido del Padre. En la sinagoga de Nazaret Jesús declara cumplida la profecía de Isaías. El Nazareno, aquel al que creen conocer bien sus paisanos y que ahora les habla, es el que el Padre ha ungido y enviado como portador de la buena noticia. Su misión es evangelizar a los pobres, liberar a los oprimidos por el poder de mal y del pecado, y curar las heridas del hombre.

Es la unción del Espíritu Santo, por la que el Hijo es consagrado y enviado, la que también nos ha consagrado a nosotros haciéndonos capaces de la misión a la que somos enviados. No son nuestras cualidades ni nuestra fuerza las que nos capacitan, sino la gracia que hemos recibido en la ordenación sacerdotal. No actuamos por nosotros mismos, sino es Dios quien actúa en nosotros. Nosotros somos siervos, instrumentos de la gracia en medio de la Iglesia y del mundo. No caigamos en la tentación de pensar que el ministerio de cada uno va bien por los números que obtiene, ni por los aplausos que recibe, ni siquiera por los frutos que se ven, el ministerio tiene su mayor fruto cuando nosotros somos fieles y entregados, cuando estamos con nuestro pueblo, cuando dejamos que sea el Señor el que actúe, en definitiva, cuando dejo mi vida cada día para que Él viva en los demás. Lo que el pueblo, y Dios mismo necesita es nuestra santidad.

3. El libro del Apocalipsis presenta a Jesucristo como el testigo fiel, es el primogénito de entre los muertos, y el príncipe de los reyes de la tierra, el que nos ha amado, y nos ha hecho sacerdotes para Dios, su Padre.

Quiero detenerme en este “Testigo fiel” con el propósito de hablar del testimonio, de la importancia del testimonio cristiano, que es puerta de credibilidad para la fe, por la que muchos han accedido a la vida en Cristo en el seno de la Iglesia. Podía hacerlo con textos diversos y con variados argumentos, pero lo haré también con un testimonio, el de una de nuestras catecúmenas que recibirá el bautismo en la noche de Pascua.

Es joven, pero ha vivido mucho, ha pasado por pruebas diversas, incluso por el mundo de la adicción, no parecía que hubiera salida ni futuro en su vida. La preocupación y la acogida de su colegio y profesores abrió una puerta de esperanza, pero las recaídas cerraban el futuro. Lo mejor era salir de ese ambiente y alguien que la acogiera, sin embargo, el propósito era difícil. Pero se abrió la puerta, una familia la acogió, y vino a Madrid, también a un nuevo colegio. La familia que la acogió, dice ella, no la conocía, solo la habían visto un día, y sabían que esta experiencia no iba a ser fácil. Ella estaba impresionada de la acogida de la familia y del colegio, confiesa que empezó a entender qué es un amigo, “En casa de esta familia se me miraba como una hija más, se me perdonaba, se me aceptaba y me querían con todo lo que yo llevaba detrás y todo lo que era”, ¿por qué eran así?, ¿por qué vivían de esa manera?, se preguntaba. Sentía que a ella le faltaba algo. “No tenía ninguna explicación racional que unos desconocidos pudieran mirarme así y abrirme por completo las puertas de su casa. No entendía por qué se me trataba y se me quería así, pero todos ellos tenían algo en común, y es que Dios está en sus vidas”. Esta familia fue y vivió según su fe, sencillamente. Es el poder del testimonio.

Se vuelve a repetir hoy el “mirad como se aman”. No hicieron falta palabras, vino y vio, y pidió el bautismo porque ella quiere compartir esa vida, esa felicidad. Esto, queridos hermanos y hermanas, es el testimonio que necesita el mundo, los hombres y mujeres perdidos de nuestra sociedad, es el testimonio que nos dio Cristo del Padre. Es también el testimonio sacerdotal que se espera de nosotros, queridos hermanos sacerdotes, ser lo que somos y vivir en coherencia y autenticidad nuestra vocación. Son esclarecedoras las palabras del filósofo converso francés, Gabriel Marcel: “Me he encontrado con seres en los que sentía la realidad de Cristo tan viva que no me era lícito dudar de ella".

4. La llamada a la fidelidad y al testimonio me lleva a mirar a nuestro ministerio en el contexto histórico y religioso en el que vivimos, quiero fijarme en los “signos de los tiempos de los que nos habla el Concilio. En este punto es necesario recordar las interpelaciones que S. Pablo VI nos hace en la Exhortación “Evangelii Nuntiandi”:

“A estos "signos de los tiempos" debería corresponder en nosotros una actitud vigilante. Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís?”. Y sigue diciendo el Papa: “Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo de Dios lo busca sin embargo por caminos insospechados y siente dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como si estuvieran viendo al Invisible. El mundo exige y espera de nosotros sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda” (EN, 76).

Un testimonio precioso en nuestro ministerio, será el de la alegría. Hace unos años el Papa Francisco, en la Misa Crismal (2014) hablaba de tres rasgos significativos en nuestra alegría sacerdotal: es una alegría que nos unge, es una alegría incorruptible y es una alegría misionera que irradia y atrae a todos, comenzando al revés: por los más lejanos.

Es la alegría que “penetró en lo íntimo de nuestro corazón, lo configuró y lo fortaleció sacramentalmente” en nuestra ordenación, imprimiendo carácter en nosotros. La alegría es parte de nosotros. “Puede estar adormecida o taponada por el pecado o por las preocupaciones de la vida, pero, en el fondo, permanece intacta como el rescoldo de un tronco encendido bajo las cenizas, y siempre puede ser renovada. La recomendación de Pablo a Timoteo sigue siendo actual: Te recuerdo que atices el fuego del don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos (cf. 2 Tm 1,6)”. Es una alegría misionera que “está en íntima relación con el santo pueblo fiel de Dios. La unción es para ungir al santo pueblo fiel de Dios: para bautizar y confirmar, para curar y consagrar, para bendecir, para consolar y evangelizar”.

La alegría, queridos hermanos sacerdotes, es filial y fraterna. Se manifiesta al vivir lo que somos: hijos y hermanos. “Muchos, al hablar de crisis de identidad sacerdotal, no caen en la cuenta de que la identidad supone pertenencia. No hay identidad –y por tanto alegría de ser– sin pertenencia activa y comprometida al pueblo fiel de Dios (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 268). El sacerdote que pretende encontrar la identidad sacerdotal buceando introspectivamente en su interior quizá no encuentre otra cosa que señales que dicen “salida”: sal de ti mismo, sal en busca de Dios en la adoración, sal y dale a tu pueblo lo que te fue encomendado, que tu pueblo se encargará de hacerte sentir y gustar quién eres, cómo te llamas, cuál es tu identidad y te alegrará con el ciento por uno que el Señor prometió a sus servidores. Si no sales de ti mismo, el óleo se vuelve rancio y la unción no puede ser fecunda. Salir de sí mismo supone despojo de sí, entraña pobreza” (Ibid).

En este día le pido al Señor, por intercesión de María, Madre de los sacerdotes, que nos dé el don de la alegría en nuestro ministerio, un corazón ilusionado y audaz; que nos haga fieles al don que hemos recibido, para ser un testimonio vivo ante el pueblo santo de Dios por nuestra entrega, nuestro ardor en el anuncio del Evangelio, y nuestra caridad solícita para con todos, especialmente para con los más pobres. Pido la unidad y la caridad en nuestro Presbiterio, y la santidad en nuestra vida, para gloria de Dios y servicio a los hermanos.

+ Ginés, Obispo de Getafe