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Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote
El Sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús 

CARTA A LOS SACERDOTES

Mons. Joaquín María López de Andújar y Cánovas del Castillo 
Obispo de Getafe 

Introducción

Queridos hermanos sacerdotes:

El Papa Benedicto XVI ha tenido la feliz iniciativa de convocar un Año Sacerdotal, con motivo del CL aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, patrono universal del clero diocesano. Acogiendo esta propuesta del Santo Padre, os dirijo esta carta con la intención de fomentar en todos nosotros una honda renovación interior.

Quisiera expresar mi deseo de que todos juntos, Obispo Diocesano, Obispo Auxiliar y todos vosotros, mis queridos sacerdotes, reavivemos el don inefable que nos fue conferido por la imposición de manos y confirmemos nuestro incondicional servicio al altar. Contamos con la oración, para nosotros tan necesaria, de toda la comunidad diocesana, especialmente de nuestra queridas comunidades contemplativas.

Este Año Sacerdotal debe ser para nosotros una llamada fuerte del Señor para vivir nuestra vocación con una entrega total a Cristo y a la Iglesia. Hemos de reconocer el inmenso don que supone el sacerdocio, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad entera. Demos gracias al Señor por habernos elegido para ser en el mundo su mismo Corazón, que ama y bendice a todos los hombres.

Desearía también actualizar en nuestra memoria el extraordinario modelo de vida y de servicio sacerdotal que el Santo Cura de Ars, y otros muchos santos sacerdotes, ofrecen a toda la Iglesia y a nosotros de una manera especial. Testimonio el suyo de plena actualidad en las primicias de este Tercer Milenio. Esto nos ayudará a mejorar en el ejercicio de nuestro ministerio pastoral.

1. Todo el mundo te busca (Mc 1,37)

El evangelista san Marcos nos dice que Jesús, después de curar en Cafarnaún a la suegra de Pedro, «se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Pero Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo le dijeron: todo el mundo te busca» (Mc 1,35-37).

Aquellas gentes, después de haber conocido al Señor y haber quedado fascinadas por su Palabra, ya no podían vivir sin Él. En Él habían encontrado la vida y la salvación. Con Él habían recuperado la esperanza. Él había llenado el vacío de su corazón. De ahora en adelante, su único deseo era estar con el Señor. Las acciones del Señor y la autoridad de su Palabra suscitó en ellos el interrogante sobre el misterio de su persona. Ya no quieren abandonarle.

Hoy también hay mucha gente que, de formas distintas y por caminos muy diversos, busca y necesita a Jesús. Es verdad que la época en que vivimos resulta en cierto modo desconcertante. Muchos hombres y mujeres parecen desorientados, inseguros, sin esperanza e incluso muchos cristianos están también sumidos en este estado de ánimo sin ser capaces de integrar el mensaje evangélico en su experiencia cotidiana (1). Sin embargo, nuestra experiencia sacerdotal nos dice que el hombre no puede vivir sin esperanza. Su vida, condenada a la falta de significado, se convierte en insoportable. Sabemos que todo hombre trata de llenar esa necesidad de esperanza de la forma que sea, con realidades muchas veces efímeras y frágiles. Trata de saciar su sed de infinito con esperanzas humanas cerradas a la trascendencia. Intenta contentarse con los paraísos prometidos por la ciencia, por la técnica o por los más diversos caminos de evasión que pretenden ofrecer las múltiples formas esotéricas de espiritualidad (2). Pero nada es capaz de saciar su sed de Dios. El hombre sin esperanza, cuando se enfrenta consigo mismo, se siente sólo y vacío. Y hasta la misma convivencia con los demás, incluso con los más íntimos, se le hace difícil. «El hombre sin Dios no sabe dónde ir ni tampoco logra entender quién es.» (3)

En cambio, cuando el hombre, libre de miedos y prejuicios, busca con sinceridad la verdad y se encuentra cara a cara con Cristo, su vida cambia radicalmente. Cuando se deja interpelar por su Palabra y se deja mirar y amar por Él, todo empieza a ser distinto. Es el descubrimiento de la perla preciosa y del tesoro escondido(4). Cuando uno descubre, no al Jesucristo manipulado por las ideologías, sino al Jesucristo real, vivo y resucitado, vigorosamente presente en su Iglesia, el Cristo que confía en el hombre, que le eleva y le dignifica, entonces, como aquellas gentes de las que habla el evangelista Marcos, ya sólo desea estar con Jesús para conocerle más, amarle más y seguirle, entregándole gozosamente la vida. ¡Qué maravillosa es la vida cristiana; y qué papel tan esencial tiene el sacerdote en el encuentro del hombre con Cristo! ¡Qué alegría tan grande sentimos los sacerdotes cuando, por nuestro ministerio sacerdotal, ponemos a los hombres en relación con Dios y les hacemos experimentar su misericordia; y qué pena, por el contrario, cuando los hombres le rechazan y se cierran a su amor! ¡Qué sufrimiento cuando, como decía san Francisco de Asís, el Amor no es amado! El Santo Cura de Ars, consciente de la grandeza y, al mismo tiempo, de la responsabilidad de su ministerio decía: “¿De qué serviría una casa llena de oro si no tuvierais a nadie para abrir la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros celestiales; es quien abre la puerta; es el ecónomo de Dios, el administrador de sus bienes”(5).

Doy gracias a Dios por todos vosotros, hermanos sacerdotes. Vosotros sois mis pies, mis manos y mi corazón en el ministerio apostólico. En esta inmensa tarea de acercar a los hombres a Cristo vosotros, queridos sacerdotes, sois los primeros e insustituibles colaboradores del orden episcopal. Doy gracias a Dios por el presbiterio de esta diócesis. Con vosotros he vivido momentos muy intensos de encuentro con el Señor. A vosotros he acudido muchas veces para pediros consejo. En vosotros he encontrado ejemplos admirables de caridad pastoral. En vosotros sigue viva la Palabra de Cristo, el perdón de los pecados y la misericordia del Padre. Por vosotros, cada vez que celebráis el Bautismo y la Eucaristía se sigue edificando la Iglesia. ¡Cuántas veces, especialmente en la visita pastoral a las parroquias, me he sentido confortado al ver vuestro amor a Cristo y vuestra entrega en cuerpo y alma a vuestras comunidades! Doy gracias a Dios por vuestra constancia y paciencia con los que buscan una Iglesia que comprenda sus sufrimientos, sus gozos y sus esperanzas, por vuestra fidelidad al magisterio de la Iglesia, por vuestra cercanía con los que quieren encontrar el alimento sólido de la Palabra de Dios y por vuestra disponibilidad con los que, a través de vuestro ministerio, son capaces de encontrarse con el amor compasivo de Jesucristo Buen Pastor, que busca sin desfallecer a la oveja perdida. Puedo decir con san Pablo: «Siempre damos gracias a Dios por todos vosotros y os tenemos presentes en nuestras oraciones. Ante Dios nuestro Padre recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestro Señor» (1Tes 1,2-3). Apoyándome en vosotros y confiando en vosotros, espero llevar adelante la misión que me ha sido encomendada. Los presbíteros estáis llamados a prolongar, como colaboradores del ministerio episcopal, la presencia de Cristo, Único y Supremo Pastor, siguiendo su estilo de vida y siendo como una transparencia de su luz en medio del pueblo que nos ha sido confiado. Decía el Cura de Ars: «Si tuviéramos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz detrás de un cristal, como un vino mezclado con agua»(6).

Tengo todavía muy viva la imagen del Papa Juan Pablo II, ya muy anciano y limitado de fuerzas, cuando en la tarde del día 3 de mayo del año 2003, en la base de Cuatro Vientos, decía a la multitud de jóvenes allí congregada con una extraordinaria energía: «Os doy mi testimonio: yo fui ordenado sacerdote cuando tenía 26 años. Desde entonces han pasado 56. Al volver la mirada atrás y recordar estos años de mi vida, os puedo asegurar que vale la pena dedicarse a la causa de Cristo y, por amor a Él, consagrarse al servicio del hombre. ¡Merece la pena dar la vida por el evangelio y por los hermanos!» En ese momento estaba junto a mí un joven que tenía clavada su mirada en el Papa. Ese joven está hoy en nuestro Seminario y, si Dios quiere, muy pronto será sacerdote. Detrás de toda vocación sacerdotal siempre esta la figura de algún sacerdote ejemplar.

Sí. ¡Merece la pena dar la vida por el evangelio y por los hermanos! Es Cristo mismo quien nos elige. Es Cristo quien nos llama. Es Cristo quien nos envía. Hemos sido llamados por una iniciativa suya. «Subió al monte y llamó a los que Él quiso»(7). Nos ha llamado, como a los Apóstoles, uno a uno, por nuestro propio nombre, para poder participar en su misión de ser Sacerdote y Víctima, Pastor, Cabeza y Siervo (8). Nuestro ser sacerdotal brota del encuentro íntimo con el Señor. Hemos sido llamados para un encuentro que se convierte en relación profunda, se concreta en seguimiento para compartir su mismo estilo de vida, se vive en fraternidad y comunión con los otros llamados y orienta toda la existencia a la misión(9)


1) Cf. JUAN PABLO II, Ecclesia in Europa 7.
2)  Ibidem. 10.
3) BENEDICTO XVI, Caritas in veritate 78.
4) Cf. Mt 13,44-46.
5) JORGE LÓPEZ TEULÓN, El Santo Cura de Ars, p. 223. Edibesa. Madrid 2009.
6) Ibidem. 221.
7) Mc 3,13.
8) Cf. CONCILIO VATICANO II, Decreto Presbyterorum ordinis 1-3 y JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 20-22.
9) Cf. JUAN ESQUERDA BIFET, Congreso de Espiritualidad Sacerdotal. Malta, 2004. 

2. Ungidos por el Espíritu Santo

«El Espíritu del Señor está sobre mí.»(10) El Espíritu está sobre el Mesías, le llena, le penetra, le invade en todo su ser y en su obrar. En virtud del Espíritu, Jesús pertenece total y exclusivamente a Dios Padre, participa de su infinita santidad, que lo llama, elige y envía. El Espíritu se manifiesta como fuente de santidad y llamada a la santificación(11). Jesucristo es el Ungido por excelencia. El Espíritu es artífice de su concepción virginal, cumpliéndose así las palabras del Ángel a la Virgen María: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el 7poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). La unción de Cristo significa que su humanidad, cuerpo y alma, fue plenamente asumida por la divinidad, de tal manera que en Cristo todo lo humano es al mismo tiempo divino, es revelación de Dios, es Palabra de Dios, es acción salvadora de Dios.

Jesucristo, como verdadero hombre, habla el lenguaje de los hombres, pero su lenguaje nos trasmite el mensaje de Dios. Jesucristo vive en las mismas circunstancias, con las mismas posibilidades y limitaciones de los hombres de su tiempo, pero sus obras son obras de Dios. Jesucristo, en su pasión y en sus tormentos, no es sólo un hombre inocente que sufre para darnos ejemplo: en Él está sufriendo el mismo Dios. Por eso el sufrimiento de la pasión de Cristo es un sufrimiento redentor, es un sufrimiento que nos salva. «Sus heridas nos han curado.» (12) Finalmente, la humanidad gloriosa de Jesucristo resucitado, «habiendo entrado una vez para siempre en el santuario del cielo, ahora intercede por nosotros como mediador que asegura la perenne efusión del Espíritu»(13)

Cristo es la fuente de toda unción. Es el manantial del que brota, para la salvación del mundo, el agua viva, el don del Espíritu Santo. El mismo Cristo nos lo dice en el Evangelio de san Juan: «Si alguno tiene sed que venga a Mí y beba (...) y de sus entrañas brotarán torrentes de agua viva» (Jn 7,37). Jesucristo, en el cumplimiento del designio salvador del Padre, para comunicar la vida divina a los hombres, ha querido «despojarse de sí mismo, tomando la condición de siervo y hacerse semejante a los hombres» (Flp 2,7) para después ser exaltado y recibir el «nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9) y ser así fuente de salvación para todos los que creen en Él.

Ésta es la Unción sustancial de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el Ungido: Sumo y Eterno sacerdote. Es el sacerdote Único de la Nueva y Eterna Alianza (14) inaugurada en la entrega de su Cuerpo y en el derramamiento de su Sangre preciosa en la cruz. De su único sacerdocio participamos todos los bautizados. Hemos sido constituidos Pueblo Sacerdotal. El Espíritu del Señor está sobre todo el Pueblo de Dios, consagrado a Él y enviado para anunciar el Evangelio que salva. Todos, bautizados y ministros ordenados, hemos nacido de su Único y Eterno sacerdocio (15).

No podemos perder de vista la riqueza del sacerdocio de Cristo: es la única fuente del sacerdocio de todos los bautizados y de todos los ministros ordenados. Ambos modos de participación en el sacerdocio de Cristo, aunque diferentes esencialmente, se ordenan el uno al otro. «El sacerdote, ministro tomado de entre los hombres, es instituido a favor de los hombres.»(16). Para lo cual, Nuestro Señor Jesucristo «no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su Pueblo Santo, sino que también, con amor de hermano, elige a hombres de este Pueblo para que por la imposición de manos, participen de su sagrada misión» (17).

Por esta especial elección, la afirmación del Concilio de que «todos los fieles de cualquier estado o condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad»(18) encuentra una particular aplicación cuando se refiere al sacerdocio ministerial. Nosotros hemos sido llamados, no sólo en cuanto bautizados, sino también como sacerdotes, “con un nuevo título y con modalidades originales que derivan del sacramento del orden”(19).

El día de nuestra ordenación sacerdotal fuimos ungidos y consagrados por el Espíritu Santo para configurarnos íntimamente con Cristo y poder continuar en el mundo la misión que el mismo Jesucristo confió a los Apóstoles. Fuimos consagrados para convertirnos en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote Eterno y «para proseguir en el tiempo la obra admirable del que con celeste eficacia redimió al género humano»(20). Dios nos ha querido elegir a nosotros, los sacerdotes, como instrumentos y canales de su misericordia y del don del Espíritu Santo. «Como el Padre me envió así os envío Yo (...) Recibid el Espíritu Santo.»(21) Es algo verdaderamente maravilloso que, cuando lo meditamos, nos llena de asombro. Dios ha querido ungirnos con el don del Espíritu Santo el día de nuestra ordenación a nosotros, pobres hombres, llenos de debilidades, «vasijas de barro»(22), para que su vida divina llegue sacramentalmente a todos los hombres por nuestra singular relación con Cristo.

Podemos decir que las palabras del profeta Isaías, que aplicamos principalmente a Jesús, también se cumplieron en nosotros el día de nuestra ordenación: «Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones para que abras los ojos de los ciegos, saques a los cautivos de la prisión y de las mazmorras a los que habitan en tinieblas» (Is 42,6-7).

Todo el rito de la ordenación sacerdotal es una súplica ardiente pidiendo para los nuevos sacerdotes el don del Espíritu Santo. En las letanías de los santos, en comunión con la Virgen María y con todos aquellos que se han distinguido por su fidelidad a Cristo, la Iglesia pide al Padre que bendiga, santifique y derrame sobre los nuevos presbíteros la abundancia de sus bienes. En la oración de consagración, el Obispo pide nuevamente al Padre Todopoderoso que renueve en el corazón de los ordenandos el Espíritu de santidad, para que, siendo con su conducta un verdadero ejemplo de vida, hagan posible con su predicación que la Palabra del Evangelio dé abundantes frutos en el corazón de los hombres. Pedimos que sean fieles dispensadores y administradores de los Misterios de Dios, para que el Pueblo se renueve y renazca en las aguas del Bautismo, los pecadores sean reconciliados y los enfermos confortados. Pedimos también que, con su oración y la inmolación de sus vidas, imploren la misericordia divina para aquellos que se les confía y a favor del mundo entero (23). En el momento de ungir con el santo crisma las manos del nuevo sacerdote, el Obispo invoca a Jesucristo, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, para que, con su auxilio, santifique al Pueblo cristiano y ofrezca a Dios el sacrificio
santo.

La vida del sacerdote no puede entenderse sin la gracia del Espíritu Santo. Tenemos que dejar que el Espíritu Santo llene y consagre plenamente nuestro ser sacerdotal. El convertirá nuestras vidas en un don admirable para todos los hombres. Dejémonos llevar por el Espíritu Santo y así podremos ofrecer a los hombres lo que más desean: la vida eterna(24). Nadie puede dar lo que no posee. Es verdad que Dios siempre garantiza la eficacia de los sacramentos, a pesar de la indignidad de los ministros. Pero también es verdad que nunca podremos trasmitir el Espíritu Santo adecuadamente, como Dios desea, si nosotros mismos no estamos cerca de Él. Sólo si somos tocados continuamente en nuestro interior por el Espíritu Santo podremos también nosotros trasmitirlo a los demás.

El Espíritu Santo será siempre para nosotros el guía necesario de la oración, el alma de nuestra esperanza y la fuente de nuestra alegría. El Espíritu Santo abrirá nuestra razón hacia nuevos horizontes que la superen, entendiendo que la única sabiduría reside en la grandeza de Cristo y en su cruz redentora, en la que se nos ha revelado el misterio del designio de Dios y de su amor infinito (25). El Espíritu Santo pondrá en nuestros labios las palabras justas para anunciar a Dios en todos los lugares donde estemos, en nuestras comunidades, con nuestra predicación, respaldando nuestra palabra y nuestro testimonio de vida con su fuerza siempre fecunda. El Espíritu Santo hará que, con nuestra palabra y nuestra vida, seamos capaces de acercar a los hombres al manantial del amor de Dios.

Puede ocurrir que nos sintamos abrumados ante una misión tan grande. Pero el mismo Espíritu nos hará comprender que, al final de cada jornada, Dios no nos pide una «cuenta de resultados». Dios no se fija si en el lugar donde trabajamos son cada vez más o cada vez menos los que acuden a la Iglesia. El Espíritu Santo, que es Amor, nos preguntará por el amor que hemos puesto en nuestra entrega: un amor, como nos recuerda el Papa en su última Encíclica, vivido en la verdad. Porque la verdad es la luz que da sentido y valor al amor(26). Esto es lo esencial. Al final de cada jornada, el Señor nos preguntará como a Pedro en el lago de Tiberíades: «Simón, hijo de Juan ¿meç amas más que estos?»(27)


10 Lc 4,18. Cf. Is 61,1-2.
11 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 19.
12 Is 53,5.
13 Prefacio para después de la Ascensión.
14 Cf. Hb 7-10.
15 Cf. CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium 10.
16 Hb 5,1.
17 Prefacio de la Misa de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote
18 CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen gentium 40.
19 JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 19.
20 Ibídem. 20.
21 Jn 20,21.
22 Cf. 2 Co 4,7.
23 Cf. Ritual de Ordenación.
24 Cf. Jn 3,16.
25 Cf. BENEDICTO XVI, Vigilia con jóvenes en Notre Dame. Paris, 12 de septiembre de 2008.
26 Cf. ID, Caritas in veritate1-3.
27 Jn 21,15.

3. Llamados para estar con Cristo. «Les llamó para que estuvieran con El» (Mc 3,14)

Esta especial relación con el Señor supone un modo de vida especial. Gracias a la consagración obrada por el Espíritu Santo, la vida espiritual del sacerdote queda configurada, plasmada y definida por aquellas actitudes y comportamientos que son propios de Jesucristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia(28). Por el sacramento del orden, el Espíritu del Señor nos ha enriquecido para convertirnos en pastores al servicio del Supremo Pastor, que es Jesucristo. Sólo se puede ser pastor del rebaño de Cristo por medio de Él y en comunión íntima con Él. Sólo se puede ser apóstol viviendo en Él y estando con Él. El sacerdote, mediante el sacramento del orden, es insertado totalmente en Cristo para actuar con Él y como Él.

En el momento en que vivimos de desvalimiento espiritual y de confusión, es muy importante que los sacerdotes entendamos nuestro modo de vida y nuestra misión a la luz de la imagen de Jesucristo Buen Pastor. En la llamada «oración sacerdotal», el Señor nos describe como su «expresión», su «gloria»: «He sido glorificado en ellos»(29). San Pablo se consideraba «olor de Cristo»(30). San Juan de Ávila decía que el sacerdote debe introducir en el mundo «el sabor de Dios». Nuestro modo de vida, manifestación externa de nuestra identidad sacerdotal, consiste en ser prolongación visible y signo sacramental de Jesucristo Sacerdote y Buen Pastor. No se trata sólo de un signo meramente externo, sino de una verdadera transformación en Cristo. Nos convertimos en transparencia del Señor. El sacerdote, en sus pensamientos, en sus palabras, en sus obras, en todo su modo de ser y de estar con los hombres, ha de transparentar a Jesucristo, Buen Pastor. El mundo de hoy pide testigos de la experiencia de Dios(31). Todo apóstol y, de modo especial el sacerdote, debe poder decir como San Juan: «Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos»(32).


28 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 21.
29 Jn 17,10.
30 2 Cor 2,15.
31 Cf. JUAN PABLO II, Evangelli nuntiandi 76 y Redemptoris missio 91.
32 Jn 1,3.

4. Cualidades del verdadero pastor.

Siguiendo el evangelio de San Juan, el Señor nos habla de tres cualidades esenciales del verdadero pastor: el verdadero pastor da su vida por las ovejas, las conoce y ellas le conocen a él, y está al servicio de la unidad(33).

La primera cualidad del verdadero pastor es estar dispuesto a dar la vida por las ovejas. El Señor no nos pide a los pastores una parte de nuestro tiempo, de nuestras cualidades o de nuestro esfuerzo. El Señor nos lo pide todo. Nos pide entregar totalmente nuestra vida en cuerpo y alma. El celibato sacerdotal es signo de esta entrega total al Señor, en quien descansan y se nutren todos nuestros afectos; y de nuestra gozosa disponibilidad para el servicio del Reino de Dios. La virginidad esponsal, conocida también como celibato, esa entrega gozosa que como esposos hacemos a Dios de todo nuestro afecto y de la vida entera, es un don inestimable de Dios a su Iglesia que contiene un valor profético para el mundo actual. Es un signo del amor de Dios a este mundo y del amor indiviso del sacerdote a Dios y a su Pueblo (34). Es un modo de vivir la paternidad espiritual que le permite al sacerdote ser un hombre para los demás.

El verdadero pastor no vive para sí mismo sino para Aquel que es su Señor y para todos aquellos que le han sido confiados. El pastor muere cada día, como Cristo en la cruz, para que aquellos que el Señor ha puesto bajo su cuidado encuentren la vida verdadera. «Llevamos siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.»(35). Como se nos revela en el misterio de la cruz, este «morir» para que otros «tengan vida» está en el mismo centro de la misión de Jesús como Pastor y, por tanto, será también el sentido del servicio del sacerdote a la Iglesia.

Jesús entrega su vida a los hombres por amor y la entrega libremente(36). Esta entrega del Señor se actualiza en la eucaristía cada día, por manos del sacerdote. Eucaristía y sacerdocio son inseparables. La eucaristía es el centro de la vida del sacerdote. No puede haber otro centro. Toda la vida del sacerdote es eucaristía, es conformación con la cruz del Señor en el misterio eucarístico que celebra. Ese momento, el más importante del día, da sentido a todas sus palabras, sus obras y sus pensamientos. La eucaristía alimenta su oración, le consuela en el sufrimiento y le llena de gozo en la acción de gracias. La eucaristía es el lugar donde diariamente hace la ofrenda de su vida, vive su plena comunión con el Papa, con su obispo, con sus hermanos presbíteros y con toda la Iglesia. Se siente confortado por la intercesión de la Virgen María y de todos los santos. La eucaristía le permite al sacerdote vivir todas las circunstancias de su vida en estrecha intimidad con Aquel que en la cruz reconcilió a los hombres con Dios y ha querido confiarle, en un derroche de amor, el ministerio de la reconciliación. Este ministerio nos convierte en instrumentos de su misericordia. La eucaristía es la fuente de la que brota constantemente el manantial de la gracia divina. La eucaristía configura la vida del sacerdote de tal manera que le convierte en alimento para el mundo, haciendo de él un don para la humanidad. En la vida del sacerdote no cabe mayor identificación con el Señor que la que se produce cuando, con el pan y el vino en sus manos, pronuncia las palabras de la consagración: «tomad y comed esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros (...) Tomad y bebed esta es mi sangre que será derramada por vosotros». En ese momento, el sacerdote, contemplando cómo el Señor se entrega en su manos, puede decir, con verdad, las palabras del apóstol: «Vivo yo, pero no soy yo. Es Cristo quien vive en mí»(37).

«El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús» decía en Santo Cura de Ars. Cuando el sacerdote vive la eucaristía se entrega a sus hermanos hasta tal punto que ya no tiene nada para sí. Todo su tiempo es para los demás. Sus energías, su trabajo, sus penas y alegrías. Todo está orientado hacia el Señor y hacia aquellos que el Señor ha puesto en sus manos. La eucaristía debe llegar a ser para nosotros, los sacerdotes, una escuela de amor, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. Debemos caer en la cuenta continuamente de que no nos poseemos a nosotros mismos, sino que somos posesión del Señor.

Una segunda cualidad del pastor es conocer a las ovejas. El Señor nos dice: «Conozco a mis ovejas y las mías me conocen a Mí, igual que el Padre me conoce y Yo conozco al Padre»(38). Jesús vive unitariamente su relación con el Padre y su relación con los hombres. Son dos relaciones inseparables porque la misión de Jesús es llevar a los hombres al Padre. De la misma manera, en la relación del sacerdote con los hombres, no podemos perder de vista nuestra relación con Cristo y, por medio de Cristo, con el Padre. Hemos de conocer y querer a todos aquellos que el Señor nos confíe, especialmente a los más pobres y a los más necesitados de amor. Hemos de saber situarnos en el contexto social y cultural en el que vivimos, conociendo en profundidad las necesidades y los deseos de los hombres de nuestro tiempo. Hemos de saber reconocer sus inquietudes, sus preguntas, sus vacíos, sus soledades y sus desiertos. Hemos de estar muy cerca de ellos, escuchándoles con atención y respeto, saliendo en busca de la oveja perdida. Este conocimiento y relación con los hombres es inseparable de nuestra relación con Cristo y, por medio de Cristo, con el Padre. Porque solamente por nuestra relación con Cristo y con el Padre, y por el don del Espíritu Santo, podremos entrar en el misterio del hombre, en sus necesidades más hondas y en su pecado, causa última de sus sufrimientos. Hemos de llevarles a Cristo, para que, en el seno de la Iglesia, ilumine sus mentes, cure sus heridas, y haga renacer en ellos la esperanza, descubriéndoles el infinito amor que Dios les tiene. Hemos de conocer a los hombres y acercarnos a ellos, pero con el conocimiento de Cristo y en el Corazón de Cristo. El mundo necesita sacerdotes santos que estén íntimamente unidos a Dios y que hablen de Dios.

El Señor también nos habla del servicio a la unidad y de su estrecha relación con la misión. «Tengo además otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que atraer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño y un solo pastor.»(39) El gran deseo del Señor es la unidad: «que ellos sean también uno en nosotros para que el mundo crea que Tú me has enviado>>(40) Unidad y misión van estrechamente unidas. No es posible la misión en una Iglesia desunida.

Los sacerdotes hemos de ser constructores de unidad, empezando por nosotros mismos. En primer lugar, viviendo la unidad en nuestras propias personas, con un corazón indiviso totalmente entregado al Señor y a la misión, siendo siempre y en todo sacerdotes.

Hemos de vivir la unidad también entre nosotros, en nuestro presbiterio diocesano. Existe en nuestro ministerio sacerdotal una dimensión comunitaria que necesitamos cuidar. El presbítero está profundamente inserto en la unidad del presbiterio, que, como tal, está llamado a vivir en estrecha colaboración con el obispo y, a través de él, con el sucesor de Pedro. Esta dimensión comunitaria de nuestro ministerio exige una gran ascesis para no dejarse atar por las propias preferencias o por los propios puntos de vista, y para secundar las iniciativas de carácter diocesano, tomando de forma corresponsable las decisiones oportunas(41).

Hemos de ser constructores de unidad en nuestras comunidades, siendo para todos vínculo de unión, acogiendo con amor y gratitud los carismas que el Señor ha querido regalar a su Iglesia. También habremos de ayudar a cada uno a descubrir su vocación, poniendo un cuidado muy especial en el discernimiento de las vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada. El Señor sigue llamando a muchos jóvenes a vivir una vocación de especial intimidad con Él y de servicio a la Iglesia. Pero ha querido que esa llamada llegue, en muchos casos, a través de nuestro ministerio sacerdotal. Es muy grande la responsabilidad que tenemos en la pastoral vocacional y no podemos delegarla en otros.

Finalmente, hemos de ser constructores de unidad en la sociedad misma, hoy tan dividida y fragmentada, fomentando todo lo que sea provechoso para la convivencia pacífica y para la defensa de la dignidad humana y de la familia.

La unidad es condición para la misión. Tenemos que ser los más activos animadores de una Iglesia misionera. Ser misionero es desear que todos compartan con nosotros la alegría de conocer a Cristo, para trabajar juntos en la construcción de un mundo justo, en el que no tengamos que contemplar el escándalo de la pobreza y miseria de millones de hombres que se ven obligados a salir de sus países para no morir de hambre. Ser misionero es abrir las puertas de la Iglesia a todos los hombres para que se encuentren en ella como en su propia casa y descubran en ella a Aquel que, muriendo en una cruz y resucitando al tercer día, nos ha revelado la fuente de la sabiduría y el camino del verdadero amor.


33 Cf. BENEDICTO XVI, Homilía de la Misa de Ordenación sacerdotal (7 de marzo de 2006).
34 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 29.
35 2 Cor 4,10.
36 Cf. Juan 10,18.
37 Ga 2,20.
38 Jn 10,14-15.
39 Jn 10,16.
40 Jn 17,21.
41 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 28.

5. Enviados para compartir con Cristo su misma misión. «Como el Padre me ha enviado así os envío Yo» (Jn 20,21)

En un encuentro del Papa con sacerdotes en el verano de 2007 (42), uno de ellos le preguntaba: «Santo Padre, ¿hacia qué prioridades debemos hoy orientar nuestro ministerio los sacerdotes para evitar, en medio de nuestras múltiples actividades, la fragmentación y la dispersión?» El Papa, haciendo referencia al discurso de Jesús a los setenta y dos discípulos que son enviados a la misión(43), se fijó en tres importante imperativos: orad, curad y anunciad. Éstas han de ser nuestras prioridades.

Lo primero de todo: orad. El primer deber y la primera misión pastoral del sacerdote es la oración. Sin vida de oración nada puede prosperar. Todo en la vida del sacerdote tiene que hablar de Dios. Eso es lo que el mundo quiere de nosotros. El sacerdote tiene que llevar a Dios a la vida de los hombres, para que la vida de los hombres, abriéndose al Misterio divino, que es Misterio de Amor, alcance toda su belleza y plenitud. Para que esto sea posible, el sacerdote necesita un trato personal, íntimo y gozoso con el Señor. El sacerdote debe vivir una relación profunda y verdadera de amistad con Dios en Cristo Jesús, encontrando en la oración su alimento, su vida y su descanso.

La celebración eucarística es, como decíamos antes, el momento más íntimo de unión con el Señor y de identificación con Él. La Eucaristía de cada día es, por esto, el momento excelente e indispensable de este trato personal con Él.

Como prolongación durante el día de la eucaristía, también ocupa un lugar muy importante en la vida del presbítero el rezo de la Liturgia de la Horas. Con esta preciosa oración que la Iglesia nos regala, entramos en la gran plegaria de todo el Pueblo de Dios, recitando los salmos del antiguo Israel a la luz de Cristo resucitado, recorriendo el año litúrgico y todas las grandes solemnidades cristianas, alimentando nuestra fe con la Palabra divina y la doctrina de los Padres de la Iglesia.

En la búsqueda de una relación más estrecha con el Señor, el sacerdote acude todos los días a la soledad y al silencio para estar con Él, ante el Sagrario. Unas veces compartiremos con el Señor el gozo en el Espíritu Santo, contemplando cómo la luz de la revelación llega a los pequeños(44). Otras, la oración personal hará que la oscuridad de nuestra vida se ilumine con la claridad de la Palabra de Cristo. Pero siempre, nuestras penas y temores encontrarán, en la intimidad con el Señor, el consuelo y la fortaleza. “El Señor es mi Pastor y nada me falta”(45). También tendremos momentos en los que pasemos por valles de sequedad y tinieblas (46) para que así continuamente le busquemos, sabiendo que sólo Él es nuestra fuerza y le pidamos con humildad y perseverancia que nos muestre su Rostro y nos haga sentir sus delicias.

El segundo imperativo que Jesús propone a sus discípulos es: curad. «Curad a los enfermos y decidles: el reino de Dios está cerca»(47). Curar es una dimensión fundamental de la misión apostólica y de la fe cristiana en general. Cuando se entiende con la profundidad necesaria, la acción de curar expresa el contenido de la Redención (48). Cuando Jesús habla de curar se refiere a todas las necesidades humanas, desde las más materiales hasta la mayor y más profunda de todas las necesidades: la necesidad de Dios. Curar implica mostrar el amor de la Iglesia a todos los que viven abandonados. Pero para amar y curar hace falta, como veíamos antes, conocer. El Señor nos invita a estar muy cerca de los enfermos, de los abandonados y de todos los necesitados. Ellos han de ser el objeto de nuestra mayor preferencia. Hay mucha gente herida por el fracaso y la soledad, muchas personas que, incluso en medio de la opulencia, han perdido la esperanza.

En este sentido, curar es la acción propia del ministerio sacerdotal. El ministerio de la reconciliación es ese acto extraordinario de curación que el hombre más necesita. En el sacramento de la reconciliación, el hombre se encuentra con la misericordia divina que es capaz de dar vida a lo que está muerto y de transformar los males en bienes. El sacramento de la reconciliación hace posible que donde abundó el pecado sobreabunde la gracia (49).

No sólo en el sacramento de la reconciliación. También en todos los demás sacramentos se realiza esta curación. Empezando por el bautismo, que significa la renovación total de la existencia. En la unción de los enfermos, el Señor se acerca a nuestras vidas para aliviar nuestro dolor y llenarnos de esperanza.

Los sacerdotes hemos de tener siempre muy presentes en nuestro corazón las muchas enfermedades de los hombres de nuestro tiempo y sus grandes necesidades espirituales y morales. Hemos de denunciarlas y afrontarlas con fortaleza, orientando hacia Cristo la mirada de los hombres y conduciéndoles hacia Él. Sólo en Cristo, vivo en la Iglesia, encontrarán la curación de sus males y el fundamento de su inviolable dignidad.

El tercer imperativo: anunciad. «En la ciudad en que entréis, curad a los enfermos y decidles: el Reino de Dios está cerca de vosotros.»(50) Jesús, en su predicación, anuncia con gestos y palabras al mismo Dios vivo que es capaz de actuar en el mundo y en la historia de un modo concreto(51). A nosotros nos confía continuar esta predicación. El Reino de Dios es Dios mismo, presente en medio de nosotros por medio de Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre que permanece entre nosotros en su Iglesia Santa. El Reino de Dios no es una utopía lejana, un mundo idílico que no sabemos si llegará algún día. El Reino de Dios es algo muy real. Dios se ha manifestado en la historia y se ha hecho infinitamente próximo en su Hijo, Jesucristo. El sacerdote tiene que anunciar esta cercanía de Dios, hacerla viva entre los hombres mediante su predicación, la celebración de los sacramentos y el testimonio de su propia vida. La vida del sacerdote ha de estar llena de Dios para que hable de Dios. En el ministerio de los sacerdotes, los hombres deben percibir la humanidad de Dios, el Corazón de Dios. Deben percibir la cercanía de un Dios que por nosotros y por nuestra salvación no sólo ha querido encarnarse en las entrañas de la Virgen María sino que también ha querido perpetuar su encarnación, por el ministerio de los sacerdotes, en las entrañas maternales de la Iglesia. La grandeza y la bondad de Dios ha de poder ser contemplada en la vida de los sacerdotes, en sus gestos fraternales y en su vida de oración. En toda su existencia sacerdotal, los hombres han de descubrir un misterio, un misterio de Amor (52).

¡Qué grande es el don que se nos concede! Y ¡qué pequeños somos nosotros! Sólo la misericordia de Dios hará posible que, a pesar de nuestra debilidad y pobreza, los sacerdotes podamos estar siempre a la altura del ministerio que se nos confía. Si todas las virtudes son importantes en la vida de un sacerdote, la humildad lo es especialmente. Una humildad que nos haga comprender los límites de nuestras fuerzas, nos haga reconocer nuestra debilidad y nuestro pecado y nos haga poner toda nuestra fuerza y nuestra confianza únicamente en el Señor.


42 Cf. Encuentro de Benedicto XVI con los sacerdotes de las diócesis de Belluno-Feltre y Treviso (julio de
2007).
43 Cf. Lc 10,1-12.
44 Cf. Lc 10,21.
45 Salmo 22
46 Ibídem.
47 Lc 10,9.
48 Cf. BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, La esfera de los libros, Madrid 2007, p. 214.
49 Cf. Rom 5,20.
50 Lc 10,9.
51 Cf. BENEDICTO XVI, Jesús de Nazaret, La esfera de los libros, Madrid 2007, p. 84.
52 Cf. HENRI DE LUBAC, Causes internes de l’atténuation el de la disparation du sens du Sacré. En Teologie dans l’histoire” vol. 2, ed. Desclée de Bruwer. Paris, 1990, p. 30.

6. Empeño sacerdotal y pastoral con los jóvenes
Por todos es sabido que nuestra diócesis de Getafe es una de las diócesis con mayor número de jóvenes de Europa. Es una gran riqueza por lo que supone de potencial humano y por lo que supone de gozosa esperanza. Sin embargo, esta circunstancia no deja de plantear un reto para el cual debemos sentirnos corresponsablemente implicados. Tenemos que dar gracias a Dios por la juventud presente en nuestra diócesis. Es toda una bendición; más aun cuando vemos gran afluencia de jóvenes en las peregrinaciones diocesanas que anualmente se vienen celebrando al Santuario de Ntra. Sra. de Guadalupe y al Castillo de Javier, y de la siempre numerosa participación en campamentos juveniles, cursos de formación, retiros espirituales y jornadas diocesanas.

Todo esto es posible, con el impulso de la Delegación Diocesana de Pastoral de Juventud; gracias a vosotros, sacerdotes jóvenes y menos jóvenes, que implicándoos en el trabajo pastoral os mostráis, imitando a Jesucristo, cercanos a cada uno de ellos. En vuestro empeño pastoral con los jóvenes, el Señor debe ser la primera y principal fuente de inspiración. Es esencial que los jóvenes encuentren siempre en el sacerdote la apertura, la benevolencia y la disponibilidad que necesitan, para hacer frente a los problemas que les agobian. La accesibilidad no es sólo una cierta facilidad de contacto personal con el joven. El sacerdote debe despertar confianza como confidente para tratar los problemas más fundamentales: el sentido de la vida, esperanzas e ilusiones más profundas, cuestiones de vida espiritual, dudas de conciencia y, sobre todo, la pregunta sobre su futuro: Señor ¿qué quieres de mí?, dejando abierta la puerta a una plena entrega en el ministerio sacerdotal o en la vida consagrada. Para esto hace falta que el sacerdote, con sano afecto cordial, sepa no sólo escuchar, sino también dar respuesta a sus inquietudes. No pocas veces la mejor ayuda consiste en crear el clima necesario para que el mismo joven verifique en su propia vida la experiencia del encuentro personal con Jesucristo y se adhiera a Él con todo su corazón. Ambas actitudes, de escucha y de respuesta, serán el fruto de la madurez del sacerdote, que sabe quedarse en un segundo plano. Nosotros debemos comprometernos en primera persona, siendo interlocutores, guías y amigos, pero nunca podemos ocupar el primer plano. No olvidemos que en cualquier diálogo de salvación, el primer plano sólo lo puede ocupar Aquel que salva y santifica. Las ovejas no son nuestras, son de Cristo, que por ellas ha dado la vida. A los jóvenes tenemos que ayudarles a que lleguen a Cristo, sin que se queden en nuestras pobres personas. El joven tiene que llegar a quedarse prendado de Cristo. El sacerdote ha de ser simplemente un camino. Debemos poner los ojos en el joven con el amor y la mirada de Cristo (53). Nosotros participamos de aquella mirada con la que Él miró y de aquel amor con que Él amó: amor desinteresado y gratuito, casto y virginal. Habremos de rezar mucho para que ese amor sacerdotal corresponda de una manera concreta a las esperanzas y necesidades de toda la juventud, así como a sus sufrimientos, desengaños, desilusiones o crisis.

Me he fijado especialmente en el amor a los jóvenes, por las características especiales de nuestra diócesis. Pero el amor del sacerdote siempre es universal. Llega a los adultos, a los ancianos, a los enfermos, a los niños, a los emigrantes. Cuida y acompaña a las familias. Ha de buscar a los que se alejaron de la Iglesia. Ha de desvivirse por los que están solos y afligidos. Ha de ser un amor, como el de Cristo, misericordioso y compasivo con todos.


53 Cf. Mc 10,21.

7. Seminario y seminaristas: corazón de la diócesis

En el ministerio y la vida de los sacerdotes la Iglesia se juega mucho de su futuro. La vida y la misión evangelizadora de la Iglesia, en buena parte, dependen de la santidad de los obispos y de los sacerdotes.

Para mí, como obispo, es siempre una gran alegría ver el Seminario y poder convivir con los futuros sacerdotes de mi diócesis. Toda la diócesis mira nuestro Seminario con una gran esperanza. La identidad profunda del Seminario es ser una continuación de la comunidad apostólica formada en torno a Jesús, en la escucha de la Palabra, en camino hacia la experiencia de la Pascua, a la espera del don del Espíritu para la misión (54).

Queridos seminaristas: el Seminario será lo que seáis cada uno de los que formáis parte de él. Cada uno de vosotros ha de colaborar al crecimiento de todos en la fe y en la caridad. La diócesis necesita y pide sacerdotes bien formados que prolonguen en la Iglesia y en el mundo la presencia redentora de Jesucristo, el Buen Pastor. Todos hemos de esforzarnos para que el Seminario sea una verdadera familia, una auténtica comunidad de discípulos, que viva la alegría del seguimiento a Cristo y en la que resplandezca el Espíritu del Señor y el amor a la Iglesia. No resulta exagerada la afirmación de que el seminario es el corazón de la diócesis. La comunidad de seminaristas debe irradiar en todo el entramado orgánico de la diócesis su fuerza y su vitalidad.


54 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 60.

8. Pastoral vocacional

De la misma forma que agradecemos a Dios la pastoral juvenil que se va desarrollando en nuestra Iglesia local, debemos también darle gracias por las vocaciones al sacerdocio. Humildemente reconocemos que el Señor sigue bendiciendo nuestro Seminario en el número y en la calidad de nuestros seminaristas.

Pero esta gozosa constatación no debe adormecer nuestro celo por la pastoral vocacional. Debemos seguir proponiendo a los jóvenes la grandeza de entregar la vida totalmente en el seguimiento de Cristo. El joven de hoy sabe que la llamada a la vocación es exigente, pero esto es precisamente lo que más le atrae. No hemos de tener miedo a exigir mucho a los jóvenes: es señal de que confiamos en ellos. Ellos saben que el verdadero bien no puede ser fácil. Si alguno, por el nivel de exigencia, se marchara entristecido, no hay que olvidar que también hay tristezas salvíficas. El relajamiento en la vida del los seminarios no sólo no ha atraído nuevas vocaciones, sino que se han echado a perder las existentes. En la formación de los futuros sacerdotes todo parece poco al considerar la madurez personal y espiritual, humana y cristiana, requerida para quien es llamado a una misión tan alta en la Iglesia.

El año sacerdotal nos brinda una magnífica oportunidad para volver a encontrar el sentido profundo de la pastoral vocacional, así como sus opciones fundamentales de método: el testimonio sencillo y creíble de los sacerdotes; la comunión, ofreciendo itinerarios pedagógicos, compartidos por todos, en nuestra Iglesia diocesana; el trabajo cotidiano, en la propias parroquias, educando en el seguimiento al Señor en la vida de todos los días; la escucha, guiada por el Espíritu Santo, para orientar a los jóvenes en la búsqueda de Dios y de la verdadera felicidad; y, por último, la verdad, que es lo único que puede generar libertad interior.(55) Y, por supuesto, en todo momento, la oración perseverante y confiada, pidiendo al dueño de la mies que mande trabajadores a su mies.(56)


55 BENEDICTO XV. Discurso en el Congreso Europeo de Pastoral Vocacional. 4 de Julio de 2009
56 Lc.10,3

9. Modelos de pastores santos

Si bella resulta la doctrina acerca del sacerdocio, no menos bella es la personificación de esa doctrina en la vida de los santos pastores, imágenes de Cristo Pastor Supremo. A lo largo de la historia de la Iglesia el Señor ha suscitado pastores conforme a su Corazón.

Son innumerables los testigos que podríamos traer aquí a colación: San Vicente Paul, que entregó su vida al servicio de los pobres y a la formación del clero; San Juan de Ávila, maestro ejemplar para el pueblo por su santidad de vida y su celo apostólico que, con su predicación y sus escritos, sabía encender la almas en el amor de Dios; San Juan Bosco, padre y maestro de la juventud; San Maximiliano María Kolbe, apóstol de la Inmaculada y mártir de la caridad que, con la mansedumbre de su presencia, supo transformar el terrorífico campo de concentración de Auswitz en un lugar de alabanza a Dios y de esperanza cristiana.

Y mucho más cercanos nosotros: el Siervo de Dios don José María García Lahiguera, que era obispo auxiliar de Madrid cuando yo entré en el Seminario y más tarde arzobispo de Valencia, fundador de las Hermanas Oblatas de Cristo Sacerdote, que tuvo siempre auténtica pasión por el sacerdocio: «Sacerdos et Hostia»; «ser hostias del altar»; «hostias del comulgatorio»; «hostias del sagrario»; «Víctima, Sacerdote y Hostia»; “«sí, sacerdotes santos». Estas y otras son máximas que él realizó plenamente en su ministerio apostólico, sabiendo que era sacerdote in aeternum, sacerdote para siempre, ¡para siempre!

Quiero también hacer memoria de nuestro primer obispo diocesano, don Francisco José Pérez y Fernández-Golfín, del cual soy conocedor cercano de la trayectoria de su vida. Esperamos poder celebrar próximamente la apertura de su proceso de canonización. El testimonio de su vida ha consistido en vivir lo cotidiano desde una profundidad de fe que se expresaba en una constante e inquebrantable alegría. Sin pretender adelantarnos al juicio de la Iglesia, y salvo meliori iudicio, con toda franqueza, creemos que su vida ejemplar se puede sintetizar en una experiencia muy alta de la vida sobrenatural, de fe, esperanza y caridad. Estamos convencidos de que nuestra joven diócesis de Getafe ha sido agraciada por Dios, desde su inicio, por un don muy especial que hemos recibido todos en la persona y en el ministerio episcopal de Mons. Pérez y Fernández-Gofín. Así lo demuestran los muchos testimonios diocesanos y extradiocesanos acerca de su fama de santidad y de signos. Recibimos muchas peticiones de la apertura de su proceso de canonización. Su vida y su persona siempre serán fuente de vitalidad para la diócesis y es de desear que un día lo pueda ser también para toda la Iglesia universal.

Mención muy especial nos merece el inolvidable Papa, de feliz memoria, el Siervo de Dios Juan Pablo II, cuyo modelo y ejemplo de virtudes pastorales como presbítero, obispo y papa es magno en todas las dimensiones.

Todos estos santos pastores nos mostraron el modus viviendi del sacerdote, en el tiempo que les tocó vivir, sin caer en los erróneos ensayos de laicización de la vida sacerdotal que siempre ha habido y que tanto daño han hecho.

10. Ejemplo sin igual del Santo Cura de Ars

El Santo Padre nos invita, en este año sacerdotal, a fijarnos en el ejemplo sin igual del Cura de Ars, que supo mostrar en su vida, pobre y humilde, la grandeza del ministerio sacerdotal. Indiscutiblemente, san Juan María Vianney es ejemplo y modelo excepcional tanto para los que se preparan para el sacerdocio como para los que ya ejercen la difícil labor de la cura de almas.

Al considerar la santidad del Cura del pequeño pueblo de Ars, es obligada la referencia a la preciosa Encíclica del Beato Juan XXIII, Sacerdotii nostri primordia, publicada en el centenario de la muerte de este santo sacerdote. En ella, el Papa le propone como modelo de ascesis sacerdotal en su vivencia de los consejos evangélicos - pobreza, castidad y obediencia -, así como ejemplo de vida de oración, de identificación con Cristo en la Eucaristía y de celo pastoral. «Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como brizna de paja perdida en ardiente brasero. Así los sacerdotes de Jesucristo estamos en el fondo del brasero animado por el fuego del Espíritu Santo; todo lo hemos recibido de la Iglesia; obramos en su nombre y en virtud de los poderes que ella nos ha conferido; gozamos de servirla mediante los vínculos de la unidad y al modo como ella desea ser servida.»(57)

El Santo Cura de Ars, destacando que el sacerdote debe unir al ofrecimiento de la Misa la donación diaria de sí mismo, señalaba: «Es bueno que el sacerdote se ofrezca a Dios en sacrificio todas las mañanas»(58). La misa siempre fue el aliento de toda su vida y la mayor alegría para él: «La causa del relajamiento del sacerdote está en que no dedica suficiente tiempo a la Misa»(59). La dedicación que dispensaba a la predicación y a la catequesis no era menor: «Nuestro Señor que es la Verdad misma, no da menos importancia a su  Palabra que a su Cuerpo» (60).

Escuchémosle aun más. Inagotable es el Cura de Ars cuando habla de las alegrías y los beneficios de la oración. «El hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios». «Cuántas almas podríamos convertir en nuestras oraciones». Y repetía: «La oración, esa es la felicidad del hombre sobre la tierra». Felicidad que él mismo gustaba abundantemente, mientras su mirada, iluminada por la fe, contemplaba los misterios divinos. Con la adoración del Verbo encarnado, elevaba su alma sencilla y pura hacia la Santísima Trinidad, objeto de su amor. Los peregrinos que llenaban la Iglesia de Ars comprendían que el humilde sacerdote les manifestaba algo del secreto de su vida interior en aquella frecuente exclamación, que le era tan familiar: «Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la presencia de Dios: ¡cuán hermosa vida, cuán bella muerte! »(61)

Por éstas y otras muchas razones, el modelo de vida y la ascesis sacerdotal de este humilde párroco, su ejemplo de piedad, su culto a la Eucaristía, sus muchas horas en el confesionario y su celo pastoral, es plenamente actual y sería muy deseable que fuera imitado por todos nosotros.

Es impresionante y conmovedor contemplar cómo Dios escogió como modelo de pastores a uno que podría parecer pobre, débil, sin defensa y menos apreciable a los ojos del mundo. Sin embargo, Dios, que eligió lo que no cuenta y lo que no vale a los ojos del mundo (62), lo gratificó con sus mejores dones como guía y médico de las almas. En relación con esta consoladora realidad, para los sacerdotes que hoy en día pueden sufrir un cierto desierto espiritual, la figura del Cura de Ars es un signo de gozosa esperanza. Nadie, dentro del presbiterio diocesano, debe sentirse minusvalorado por el hecho de verse menos agraciado en cualidades o dotes humanas si vive esa condición personal apoyado en la gracia de Dios. De la misma manera, nadie debe atreverse a hacer de menos a ningún otro sacerdote por esta razón. Dios ha distribuido las gracias para bien de todos y todo pertenece a la Iglesia entera.

El Santo Cura de Ars nos recuerda la importancia en nuestro ministerio sacerdotal de los tres polos del servicio pastoral del sacerdote: la enseñanza de la fe, la purificación de las conciencias  la eucaristía. El modo como el Cura de Ars vivió estas tres realidades es para todos nosotros un extraordinario estímulo para renovarnos y vivir con fervor y celo pastoral la admirable vocación a la que hemos sido llamados.


57 JUAN XXIII, Sacerdotii nostri primordia, AAS 51 (1959) 545-579.
58 “Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 107).
59 Ibídem. 108.
60 Ibídem. 126.
61 JUAN XXIII, Sacerdotú nostri primordia, AAS 51 (1959) 545-579.
62 Cf. 1 Cor 1,27-29.

11. María, Madre de los sacerdotes

En nuestro sacerdocio ministerial contamos con la espléndida y penetrante cercanía de la Madre de Dios. Los sacerdotes somos los primeros en sentir la protección maternal de María. Todos los sacerdotes debemos poner en manos de la Virgen el amor a Cristo Sacerdote y la propia debilidad personal. En todo momento, debemos acudir a ella con total amor y esperanza. María es la persona humana que mejor ha correspondido a la llamada de Dios; se hizo sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo para darlo a la humanidad; Dios le confió la educación del Único y Eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen Santísima sigue cuidando de los sacerdotes. Por eso estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente, especialmente con el rezo del Santo Rosario, tan arraigado en el Pueblo (63).


63 Cf. JUAN PABLO II, Pastores dabo vobis 82.

Conclusión

A lo largo de este Año Sacerdotal debe brillar en todos nosotros la vocación y la misión sacerdotal. Debemos crecer en la disponibilidad al servicio del Pueblo de Dios, sobre todo en aquellos aspectos que son propios y exclusivos de nuestro ministerio sacerdotal. Para ello, queridos hermanos sacerdotes, os ruego encarecidamente que reflexionéis y propongáis iniciativas sobre cómo se puede y se debe celebrar este Año Sacerdotal, en cada comunidad donde ejercéis vuestro ministerio pastoral, en unión con toda la diócesis, a fin de que toda la Comunidad Diocesana dé gracias a Dios por el don del sacerdocio y rece por la santidad de sus pastores. Os invito a prestar especial atención a la carta del Santo Padre Benedicto XVI convocando este Año Sacerdotal y a todo su rico magisterio sobre el sacerdocio.

Con el deseo de que cada uno viva su presencia y su misión como pastor en medio de los hombres, transparentando el amor de Cristo y con la conciencia de que somos más necesarios que nunca, implorando a la Madre del Cristo, de la Iglesia y de los sacerdotes, para que, por su intercesión, nuestro sacerdocio se renueve por la fuerza del Espíritu Santo en este Año Sacerdotal, os abraza y bendice:

+ Joaquín María López de Andujar y Cánovas del Castillo
Obispo de Getafe
Getafe, 12 de Octubre, Fiesta de Nuestra Señora del Pilar