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HOMILÍA DE LA ORDENACIÓN EPISCOPAL DE MONS. D. JOSÉ RICO PAVÉS

Muy queridos Sres. cardenales, arzobispos y obispos.
Muy queridos hermanos sacerdotes, seminaristas y consagrados
Estimadas y dignas autoridades.
Queridos padres, hermanos y familiares de D. José Rico.
Muy queridos amigos y hermanos.
Saludo también con mucho cariño y gratitud a las comunidades contemplativas que están muy unidas a nosotros en esta celebración y nos sostienen con su oración y con su vida escondida con Cristo en Dios.

Nuestra diócesis se llena de alegría y da gracias a Dios por el regalo de un obispo auxiliar que pueda compartir conmigo la carga y el gozo del ministerio apostólico, en comunión plena con el sucesor de Pedro y con la colaboración fecunda del presbiterio diocesano, para el servicio de todo el Pueblo Santo de Dios, con el que compartimos el sagrado mandato del Señor de anunciar el evangelio a todas las gentes.

El evangelio de forma concisa nos describe la vocación del apóstol S. Mateo. “Vio Jesús a un hombre llamado Mateo (...) y le dijo: sígueme. Él se levantó y lo siguió” (Mt 9,9). Así de sencilla es la vocación: una mirada del Señor, una invitación a seguirle y una respuesta inmediata. Mirada, invitación y respuesta que se van repitiendo y actualizando a lo largo de toda la vida, según las diversas responsabilidades que el Señor nos va confiando, y que hoy en la vida del nuevo obispo auxiliar van a resonar de forma especial. 

Dentro de un momento, durante la oración consecratoria, veréis como sobre la cabeza del que va a ser ordenado obispo, se abrirá el libro de los evangelios. El evangelio debe penetrar en él; la Palabra viviente de Dios debe, por así decir, impregnarlo, empapar su vida. El Evangelio, en el fondo, no es sólo palabra. Cristo mismo es el Evangelio. Con la palabra, la misma vida de Cristo debe impregnar al que ha sido llamado para este ministerio, para que llegue a ser una sola cosa con Él, para que Cristo viva en él y dé forma y contenido a toda su vida.

 

Para esto el consagrado obispo va ser colmado del Espíritu de Dios y debe vivir a partir de Él. Debe llevar a los pobres el alegre anuncio, la libertad verdadera y la esperanza que hace vivir al hombre y lo cura. Debe establecer el sacerdocio de Cristo entre los hombres, el sacerdocio al modo de Melquisedec, es decir, el reino de la justicia y de la paz. Como los setenta y dos discípulos enviados por el Señor, debe ser uno que trae la curación, que ayuda a curar la herida interior del hombre, su lejanía de Dios. El principal y esencial bien que el hombre necesita es la cercanía de Dios mismo. El Reino de Dios no es algo “junto” a Dios, una especie de forma de ser del mundo: no, el Reino de Dios es sencillamente la presencia de Dios mismo, que es la fuerza que verdaderamente sana.

Jesús ha resumido estos múltiples aspectos de su sacerdocio en la frase: “El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt. 10,45). Servir es, por tanto, entregarse, dar la vida, ser no sólo para uno mismo, sino para los demás a partir de Dios y de cara a Dios. Este es el núcleo más profundo de la misión de Jesucristo y, a la vez, la
verdadera esencia de su sacerdocio.

Jesucristo ha convertido el término “siervo” en su más alto título de honor. Con esto ha dado un vuelco a los valores de este mundo y nos ha dado una nueva imagen de Dios y del hombre. Jesús no viene a nosotros como uno de los amos de este mundo, sino que Él, que es el verdadero amo, viene como siervo. Su sacerdocio no es dominio sino servicio.

San Pablo formuló la esencia del ministerio apostólico de manera muy clara. Frente a las disputas que había en Corinto entre corrientes distintas, se pregunta: pero ¿qué es un apóstol? ¿qué es Apolo? ¿qué es Pablo?. Y contesta: son servidores; cada uno como el Señor se lo ha concedido (Cfr. 1 Cor. 3,5). “Por tanto que la gente sólo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Y lo que se busca en los administradores es que sean fieles” (1Cor. 4, 1 ss.).

Jesús, en Jerusalén, en la última semana de su vida, nos habló en dos parábolas de aquellos siervos a los cuales, durante algún tiempo, el señor confía sus bienes y reveló tres características para ejercer el servicio de la administración de modo justo. Son tres características que nos ayudan a comprender el modo de vivir el ministerio sacerdotal.

La primera característica que el Señor requiere del siervo es la fidelidad. Al siervo se le ha confiado un gran bien que no le pertenece. La Iglesia no es nuestra Iglesia, sino su Iglesia, la Iglesia de Cristo. El siervo debe dar cuenta de cómo ha gestionado el bien que se le ha confiado. Con nuestro ministerio sacerdotal no vinculamos a los hombres a nosotros mismos; no buscamos poder, prestigio o estima para nosotros. Sencillamente, con nuestro ministerio sacerdotal, conducimos a los hombres hacia Jesucristo y por medio de Jesucristo al Dios vivo. Y así, llevándolos al Dios vivo, les introducimos en la verdad y en la libertad que deriva de la verdad. La fidelidad vivida de esta manera, en el servicio que a uno se le ha confiado, es profundamente liberadora, para uno mismo y para aquellas personas que están bajo su cuidado. Porque el que es fiel sabe que no trabaja para sí mismo sino para la comunidad y para el bien de las personas. La fidelidad por eso tiene mucho que ver con la fe. La fidelidad del siervo de Cristo consiste en transmitir fielmente las palabras de Cristo. Sólo Cristo tiene palabras de vida eterna y estas palabras son las que los ministros del Señor debemos llevar a la gente. Son el bien más precioso que se nos ha confiado.

Pero la transmisión de este don precioso ha de ser una transmisión creativa, dinámica y con el lenguaje, el método y el ardor más apropiado a cada época. Esa es la nueva evangelización de la que hoy tanto hablamos. El amo de la parábola reprende al siervo que esconde bajo tierra el bien que se le ha entregado para evitar cualquier riesgo. En realidad este siervo, si entierra el bien recibido para devolverlo tal como se le entregó, no está siendo fiel a lo que el amo quiere, sino que lo que hace es dejar a un lado el bien del amo para poder dedicarse exclusivamente a sus asuntos. La verdadera fidelidad no puede estar inspirada por el miedo sino por el amor y por el dinamismo, el coraje, la creatividad y la valentía que brotan del amor. El amo alaba en cambio al siervo que ha hecho fructificar sus bienes. La fe requiere ser transmita con entusiasmo. No se nos ha entregado para nosotros mismos, para la salvación personal de nuestras almas, sino para los demás, para dársela a los demás, para la gente de este mundo y de este tiempo. Debemos colocarla en este mundo, para que se convierta en este mundo en fuerza viva que haga cercana la presencia del Señor. La Iglesia está embarcada este año, por iniciativa del Santo Padre, en el Año de la Fe. Nuestra diócesis quiere participar con entusiasmo en esta iniciativa. Toda la comunidad diocesana quiere vivir este año como un tiempo especial de reflexión y redescubrimiento de la fe para reanimarla, purificarla, confirmarla y confesarla. Y queremos, además, prolongar, en los años sucesivos este Año de la Fe, con el año de la esperanza y el año de la caridad, para prepararnos a conmemorar el venticinco aniversario de la creación de la diócesis con una gran misión, que ponga en movimiento a todos los que hemos recibido la gracia de conocer y amar a Jesucristo y nos impulse a llevar la luz del evangelio a todos los rincones de nuestra diócesis, bajo el lema: “Llenos de amor por el hombre con la antorcha de Cristo en la mano”.

La segunda característica que Jesús pide al siervo es la prudencia. Pero la prudencia que pide Jesús es algo muy distinto de la astucia. La prudencia de la que habla el Señor está unida la verdad. El hombre prudente es el hombre veraz y por eso es el hombre justo, fuerte y templado. La prudencia hace que el querer y el obrar sean conformes a la verdad. El hombre prudente es el que hace de la verdad su principal criterio de actuación. La prudencia exige una inteligencia humilde, disciplinada y vigilante que no se deja llevar por prejuicios; que no juzga según sus deseos y pasiones, sino que siempre busca la verdad, incluso, aun si la verdad resulta incómoda. Prudencia significa ponerse en búsqueda de la verdad y actuar conforme a ella. El siervo prudente es ante todo un hombre de verdad y un hombre de razón sincera.

Dios, por medio de Jesucristo, nos ha abierto, de par en par, la puerta de la verdad. Él nos muestra en la Sagrada Escritura y en la fe de la Iglesia la verdad esencial sobre el hombre, capaz de orientar de una manera justa el modo de actuar del hombre. El siervo del Señor para vivir la virtud de la prudencia ha de dejarse plasmar y modelar por la verdad que Cristo le muestra. De esta manera seremos hombres perfectamente razonables, que saben juzgar con una visión de conjunto, y no a partir de detalles más o menos circunstanciales. Y que no nos dejamos llevar por la pequeña ventana de la astucia, sino por la gran ventana que Cristo nos ha abierto, sobre la totalidad de la verdad. Y desde esa ventana seremos capaces de ver al mundo, a los hombres y a nosotros mismos y seremos capaces de reconocer lo que verdaderamente vale en la vida.

La tercera característica de la que Jesús habla en las parábolas del siervo es la bondad. “Siervo bueno y fiel entra en el gozo de tu Señor”. Lo que se entiende con esta característica de la “bondad” se nos puede aclarar si pensamos en el encuentro de Jesús con el joven rico. Este joven se había dirigido a Jesús llamándole “maestro bueno” y recibió una respuesta sorprendente: “¿ Por qué me llamas bueno? Sólo Dios es bueno.” (Mc. 10,17). Bueno en sentido pleno sólo es Dios. Él es el Bien, el Bueno por excelencia, la Bondad en persona. En una criatura, en el hombre ser bueno consiste en una orientación profunda hacia Dios. Cuanto más profunda sea esta orientación, mayor será su bondad. La bondad crece cuando el hombre se une interiormente al Dios vivo. La bondad presupone una viva comunión con Dios. Y de hecho ¿de quien podríamos aprender la bondad, sino de Aquél que nos ha amado hasta el extremo. (Cfr Jn 13,1). Llegamos a ser siervos buenos, mediante nuestra relación viva con Jesucristo. Sólo si nuestra vida se desarrolla en el diálogo con Él, sólo si su ser y sus actitudes penetran en nosotros y nos plasman podremos llegar a ser verdaderamente buenos. El Corazón de Jesús es la fuente de la bondad. De ese corazón debemos beber y alimentarnos.

Estamos viviendo esta preciosa celebración, en el lugar más querido de la Diócesis, en este bendito Santuario dedicado al Sagrado Corazón de Jesús. Desde este Cerro de los Ángeles el Corazón de Jesús bendice nuestra diócesis, la llena de su infinita bondad y nos hace buenos. Junto al Corazón de Jesús muchos de nuestros sacerdotes recibieron la gracia de la ordenación sacerdotal. En este lugar hemos tenido momentos intensos de oración, encuentros diocesanos, jornadas de juventud, retiros espirituales e inolvidables vigilias de la Inmaculada. Al calor del Corazón de Jesús se forman nuestros seminaristas, vivimos los obispos y nos acompañan con su oración las Carmelitas Descalzas del Cerro y de la Aldehuela. En este día, tan grande para nuestra diócesis, ponemos, una vez más, nuestra mirada en el Sagrado Corazón de Jesús, para que nos siga llenando de luz y de consuelo.

El Santo Cura de Ars decía: “El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús” Querido José, hermano desde hoy en el ministerio episcopal, que todos vean en nosotros el amor del Corazón de Jesús. Que el Corazón de Jesús dé forma a nuestro ser sacerdotal. Que todos los días de nuestra vida, especialmente en la Eucaristía, contemplando a Aquél, que fue traspasado por nuestros pecados, digamos desde lo más hondo de nuestro ser “me amó y se entregó por mí”. Que nuestro corazón de pastores, sea como el corazón de Cristo: un corazón siempre dispuesto a ir al encuentro del hijo pródigo, siempre atento a las necesidades de los hombres, siempre disponible para curar y perdonar.

El Corazón abierto de Cristo es el símbolo de la misericordia, es la revelación del amor del Padre. En el Corazón de Cristo se nos manifiesta el misterio de la Redención. Cristo en la Cruz, con su corazón traspasado, restaura la relación con Dios que el pecado había destruido.

Con el pecado del primer Adán, el hombre había rechazado la paternidad de Dios y había desconfiado de Él. Una ofensa tan grande el hombre era incapaz de repararla. Sólo Jesucristo, Dios y hombre, podía repararla. Con su muerte en la cruz y su corazón traspasado por nuestros pecados, el nuevo Adán, Jesucristo, dice sí a la paternidad de Dios, pone la vida entera en sus manos, y reparando aquella ofensa infinita hace posible que el hombre, unido a Él entre en el misterio de la paternidad divina.

Muchos hombres, por desgracia, siguen rechazando esa paternidad; y rechazando esta paternidad están destruyendo sus vidas. Nuestra misión es mostrarles el amor del corazón de Cristo y llevarlos a Dios. Nuestra misión, es una misión de reparación: reparar con Cristo en la cruz, entregando nuestra vida por amor, el daño causado en el hombre por el pecado.

El Corazón de Jesús sintetiza esta revelación del amor y de la misericordia. Hablar del Corazón de Jesús es hablar del corazón del Señor resucitado que está ahí vivo ante nosotros, que está cerca de nosotros ahora con corazón palpitante, con ese mismo corazón con que nos amó estando con nosotros en este mundo. Él nos amó con corazón humano, con aquél corazón que dejó de latir en el momento de la muerte, pero volvió a latir después de la resurrección para seguir latiendo hasta la eternidad.

Querido José, nosotros, obispos y sacerdotes, somos el amor del Corazón de Jesús. Vivimos una cultura sin corazón, sin alma, sin Dios. Y un mundo sin Dios es un mundo desesperanzado y descorazonado Nuestra misión es dar al mundo un corazón y ese corazón, el único corazón que puede darles vida es el Corazón de Cristo que ha de hacerse visible ante los hombres con nuestro amor.

Junto al Corazón de Jesús está el Corazón Inmaculado de María. María es el sagrario del Corazón de Jesús. Ella siempre nos lleva a Jesús. Pidamos hoy su intercesión por el nuevo obispo y por esta diócesis de Getafe que le ha sido confiada.

María, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles, que con los discípulos en el Cenáculo esperabas la venida del Espíritu Santo. Tú que eres la persona humana que ha correspondido mejor que nadie a la vocación de Dios; tú que te has hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en tu corazón y en tu carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad, ruega por nosotros, para que este acontecimiento de gracia que hoy estamos viviendo nos haga crecer en santidad y nos haga ser cada día más dóciles a la voluntad de tu divino Hijo. Amen.