¡Hola familia querida!, una vez más juntos para seguir compartiendo nuestros diálogos con san Juan Pablo II, luego de varios encuentros compartidos sobre el matrimonio y la familia. Hoy le preguntamos ¿Cómo hijos de Dios que somos debemos vivir en la libertad y en la verdad? Le escuchamos:
 
“Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8, 18). Con estas palabras, invitaba San Pablo a los cristianos de Roma a que levantaran su mirada por encima de las difíciles circunstancias que entonces estaban atravesando, y percibieran la insondable grandeza de nuestra filiación divina, que está presente en nosotros, aunque no se haya manifestado todavía en su plenitud (cf. 1Jn 3, 2). Es un bien de tal inmensidad, que la creación entera “gime y sufre” anhelando participar en “la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, aquella “que se ha de manifestar en nosotros” (Rm 8, 18. 21-22).
 
Nuestra condición de hijos adoptivos de Dios, es obra de la acción salvífica de Cristo y tiene lugar en cada uno por la comunicación del Espíritu Santo. Por otro lado, la filiación divina afecta a nuestra persona en su totalidad, a todo lo que somos y hacemos, a todas las dimensiones de nuestra existencia; y, a la vez, repercute, de modo específico, en la realidades en que se desarrolla la vida de los hombres, es decir, todo el universo creado.
 
La filiación divina es, por tanto, una llamada universal a la santidad; y nos indica además que esa santidad ha de configurarse según el modelo del Hijo amado, en quien el Padre se ha complacido (cf. Mt 17, 5). Dada esta perspectiva os invito ahora a vivir con profunda convicción estas dos características fundamentales para esa filiación divina: la libertad y la verdad.
 
Bajo esta perspectiva encontramos el estilo de vida en el que nos debemos conducir, para que todas nuestras obras sean conformes con nuestra condición de hijos de Dios. San Pablo, en efecto, enseña que la predestinación de hijos ha tenido lugar “para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia” (Ef 1, 4); y, por tanto, “semejantes a la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29).
 
En pos de esos derroteros inspirados, el Sucesor de Pedro ha venido a vosotros, para alabar con vosotros la misericordia de Dios Padre que ha querido “llamarnos hijos de Dios, y que lo seamos” (1Jn 3, 1). Muy apropiado es, por tanto, que agradezcamos a Dios Padre que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos de verdad; y nuestra acción de gracias va unida a nuestra plegaria para que todo en nuestra vida, se haga conforme a esa verdad esencial: ¡Somos hijos de Dios!
 
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. ¡Somos hijos de Dios! Hijos de Dios libres y veraces” Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para dialogar en la fe contigo: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!