¡Hola familia querida!, nos encontramos nuevamente para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior: “Trabajad en el mundo de la cultura con un sentido de trascendencia, porque Dios es la Suma Verdad, la Suma Belleza, el Sumo Bien”. Hoy le preguntamos: ¿Cuál es nuestro deber evangélico con los inmigrantes? Le escuchamos:
“El fenómeno de la migración es tan antiguo como el hombre; quizá deba verse en él un signo donde se vislumbra que nuestra vida en este mundo es un camino hacia la morada eterna. Nuestros padres en la fe reconocieron “que eran extranjeros y peregrinos en la tierra” (Hb 11, 3).
El Señor Jesús quiso también asumir, con su Madre y San José, esa condición de emigrante, ya al principio de su camino en este mundo. Poco después de su nacimiento en Belén, se vieron obligados a emprender la vía del exilio. En lo improvisado de la huida, la travesía del desierto con precarios medios, y el encuentro con una cultura distinta, ponen de relieve suficientemente hasta qué punto Jesús ha querido compartir esta realidad de la emigración.
¡Cuántos emigrantes de hoy y de siempre, pueden ver reflejada su situación en la de Jesús, que debe alejarse de su país para poder sobrevivir! De modo análogo, toda situación de emigración se halla íntimamente vinculada a los planes de Dios. He ahí, pues, la perspectiva más profunda en que ha de considerarse el fenómeno de la emigración.
Un país abierto a la inmigración es un país hospitalario y generoso, que sin perder su identidad, es capaz de renovarse al acoger sucesivas migraciones: esa renovación en la tradición es señal de vigor, de lozanía y de un futuro prometedor. Muy en contraste con estos sentimientos, en algunos lugares aún se nota la persistencia de un prejuicio ante el inmigrante, da miedo a que el hombre venido de fuera, acabe por introducir un desequilibrio en la sociedad que lo recibe; y esto se traduce, en actitudes de falta de afecto o, incluso, de hostilidad.
Debéis procurar que los inmigrantes arraiguen vitalmente en la nación que los recibe, en la comunidad eclesial que como hermanos los acoge. Esto supone conjugar, con extrema delicadeza, la valoración del patrimonio espiritual que traen consigo, con el fomento de su integración en el ambiente al que llegan.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “Debéis procurar que los inmigrantes arraiguen vitalmente en la nación que los recibe, en la comunidad eclesial que como hermanos los acoge”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para seguir dialogando contigo en la fe: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!