¡Hola familia querida!, nos encontramos para poner punto final a nuestros diálogos en la fe con san Juan Pablo II, luego de 33 encuentros, donde hemos ido desgranando los grandes temas de nuestra fe, cristiana y católica, hoy quiero proponerles, que recemos juntos este texto escrito por él, por el cual nos consagramos a la Santísima Virgen María. Recemos juntos:
“¡Dios te salve, María, llena de gracia, Madre del Redentor! Ante ti, la Pura y Limpia Concepción, me postro con todos los hijos, cuyos corazones convergen hacia Ti; con todos los que agradecen tus desvelos maternales, prodigados sin cesar en la evangelización del mundo en su pasado, presente y futuro.
Queremos ser testigos de Cristo tu Hijo en el tercer milenio de la historia cristiana, iluminados por tu ejemplo, que abriste las puertas de la historia al Redentor, con tu fe en la Palabra, con tu cooperación maternal.
¡Dichosa tú porque has creído! Al aclamar a Jesús, como nuestro Rey, te aclamamos también a Ti, que sobresales entre los humildes y pobres del Señor. Te invocamos como Virgen fiel y Madre amorosa, modelo de la fe y de la caridad de la Iglesia, unida siempre, como Tú, en la cruz y en la gloria, a su Señor.
¡Madre de Cristo y Madre de la Iglesia! Te acogemos en nuestro corazón, como herencia preciosa que Jesús nos confió desde la cruz. Y en cuanto discípulos de tu Hijo, nos confiamos sin reservas a tu solicitud de Madre.
Te encomiendo y te consagro, Virgen Santísima, las esperanzas y anhelos de la Iglesia con sus Pastores y sus fieles, de las familias para que crezcan en santidad, de los jóvenes para que encuentren la plenitud de su vocación, en una sociedad que cultive sin desfallecimiento los valores del espíritu.
Te encomiendo a todos los que sufren, a los pobres, a los enfermos, a los marginados; a los que la violencia separó para siempre de nuestra compañía, pero permanecen presentes ante el Señor de la historia y son hijos tuyos, Madre de la Vida. Haz que la Iglesia entera sea fiel al Evangelio, y abra de par en par su corazón a Cristo, el Redentor del hombre, la Esperanza de la humanidad.
¡Dios te salve, Virgen de la Esperanza! Haz que, como Tú, seamos presencia salvadora en el mundo y hagamos presente a Jesucristo, el Emmanuel, el Dios con nosotros, y por la victoria de su cruz y de su resurrección, le seamos siempre fieles, hasta el final de los tiempos. Amén.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. ¡Gracias queridos oyentes por estar del otro lado recibiendo estos mensajes! Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo con la ilusión de ser fieles a la fe en Jesucristo en la que tú nos has confirmado: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
“Siento particular gratitud y aprecio por el camino ecuménico, porque veo en él una manifestación de la gracia del Señor “que obra eficazmente en los creyentes” (cf 1Ts 2, 13), y nos permite compartir nuestra común aspiración de que sea Él todo en todos (cf. 1Co 15, 28).
Viene ahora a mi mente la promesa del Señor Jesús: “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 28). Por eso, es motivo de particular satisfacción el esfuerzo de la Iglesia y Comunidades eclesiales cristianas, para expresar nuestra voluntad de comunión y nuestra acción de gracias a Dios por los muchos dones que de su bondad hemos recibido.
El seguir adelante representa el fruto y el término de un largo camino, no exento de dificultades, que han recorrido la Iglesia católica y las Iglesias y Comunidades eclesiales. Un caminar que, por parte de la Iglesia católica, recibió decidido impulso con el Concilio Vaticano II y que, ha hallado un eco y una acogida que, con la gracia de Dios, ha hecho surgir vías e instrumentos de diálogo y de entendimiento que acortan distancias y allanan obstáculos.
Es fundamental en todo esfuerzo ecuménico una conciencia creciente de aquello que nos une, que está siempre más allá y por encima de las diferencias que nos separan: el bautismo común en el nombre de la augusta Trinidad, un gran amor a Jesucristo, único Mediador y Redentor, la veneración por las mismas Escrituras Sagradas, la actitud humilde y firme de servir a la gloria del Señor y al bien de cada hombre y mujer, y la pasión por la unidad “para que el mundo crea” (Jn 17, 21).
Por eso, todos los esfuerzos que se llevan a cabo en el campo del diálogo teológico, de la colaboración en tantas facetas, del testimonio común en lo que ya estamos unidos y sobre todo, nuestra confiada plegaria al Señor, no tienen otro sentido y otra meta que ésta: llegar a ser uno, como afirma Cristo; “Yo en ellos y tú en mí para que sean perfectamente uno” (Jn 17, 23).”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “Es fundamental en todo esfuerzo ecuménico una conciencia creciente de aquello que nos une, está siempre más allá y por encima de las diferencias que nos separan”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para nuestro último programa donde hemos dialogado contigo en la fe: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos nuevamente para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior que “Debéis procurar que los inmigrantes arraiguen vitalmente en la nación que los recibe, en la comunidad eclesial que como hermanos los acoge”. Hoy le preguntamos ¿Cuál es el mensaje que tiene la Iglesia para los jóvenes? Le escuchamos:
“Queridos jóvenes: aquellos que al ver a Jesús preguntaban: “¿Quién es éste?”, sólo hallaron una respuesta completa si siguieron sus pasos durante su muerte y resurrección. También vosotros alcanzaréis la comprensión plena del sentido de vuestra vida, de vuestra vocación, mirando a Cristo muerto y resucitado.
Celebrad siempre en vuestra vida a Jesús, acogiendo en vuestros corazones el don del amor de Dios: “Me ha amado y se ha entregado por mi” (Ga 2, 20). Empapados por la fuerza divina del amor, entregadle vuestras energías juveniles.
Guiados por el “sentido de la fe” seguid, al mismo tiempo, la voz de aquello que en vuestra conciencia corresponde a la verdad del hombre y de su dignidad. Así seréis capaces de entender la lógica divina, capaces de superar las pobres razones humanas, y penetraréis en la dimensión nueva del amor de Cristo Jesús.
Sólo acogiendo a Cristo en vuestras vidas podréis “responder a cualquiera que os pida razón de la esperanza que está en vosotros” (1P 3, 15). Sólo acogiendo a Cristo, podréis responder a los grandes y nobles anhelos de vuestro corazón.
¡Jóvenes: Cristo, la Iglesia, el mundo esperan el testimonio de vuestras vidas, fundadas en la verdad que Cristo nos ha revelado! ¡Jóvenes: El Papa os agradece vuestro testimonio, y os anima a que seáis siempre testigos del amor de Dios, sembradores de esperanza y constructores de paz!
“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Jesús, solo Él, tiene palabras de vida eterna. Acoged sus palabras. Aprendedlas. Edificad vuestras vidas teniendo siempre presentes las palabras y la vida de Cristo. Más aún: aprended a ser Cristo mismo, identificados con El en todo.
¡Venid, jóvenes! ¡Acercaos a Cristo, Redentor del hombre! Es Cristo quien os atrae, es El quien os llama. Y junto a Jesucristo, siempre nuestra Madre Santa María, a Ella os encomiendo.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “Alcanzaréis la comprensión plena del sentido de vuestra vida, de vuestra vocación, mirando a Cristo muerto y resucitado”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para seguir dialogando contigo en la fe: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos nuevamente para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior: “Trabajad en el mundo de la cultura con un sentido de trascendencia, porque Dios es la Suma Verdad, la Suma Belleza, el Sumo Bien”. Hoy le preguntamos: ¿Cuál es nuestro deber evangélico con los inmigrantes? Le escuchamos:
“El fenómeno de la migración es tan antiguo como el hombre; quizá deba verse en él un signo donde se vislumbra que nuestra vida en este mundo es un camino hacia la morada eterna. Nuestros padres en la fe reconocieron “que eran extranjeros y peregrinos en la tierra” (Hb 11, 3).
El Señor Jesús quiso también asumir, con su Madre y San José, esa condición de emigrante, ya al principio de su camino en este mundo. Poco después de su nacimiento en Belén, se vieron obligados a emprender la vía del exilio. En lo improvisado de la huida, la travesía del desierto con precarios medios, y el encuentro con una cultura distinta, ponen de relieve suficientemente hasta qué punto Jesús ha querido compartir esta realidad de la emigración.
¡Cuántos emigrantes de hoy y de siempre, pueden ver reflejada su situación en la de Jesús, que debe alejarse de su país para poder sobrevivir! De modo análogo, toda situación de emigración se halla íntimamente vinculada a los planes de Dios. He ahí, pues, la perspectiva más profunda en que ha de considerarse el fenómeno de la emigración.
Un país abierto a la inmigración es un país hospitalario y generoso, que sin perder su identidad, es capaz de renovarse al acoger sucesivas migraciones: esa renovación en la tradición es señal de vigor, de lozanía y de un futuro prometedor. Muy en contraste con estos sentimientos, en algunos lugares aún se nota la persistencia de un prejuicio ante el inmigrante, da miedo a que el hombre venido de fuera, acabe por introducir un desequilibrio en la sociedad que lo recibe; y esto se traduce, en actitudes de falta de afecto o, incluso, de hostilidad.
Debéis procurar que los inmigrantes arraiguen vitalmente en la nación que los recibe, en la comunidad eclesial que como hermanos los acoge. Esto supone conjugar, con extrema delicadeza, la valoración del patrimonio espiritual que traen consigo, con el fomento de su integración en el ambiente al que llegan.”
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “Debéis procurar que los inmigrantes arraiguen vitalmente en la nación que los recibe, en la comunidad eclesial que como hermanos los acoge”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para seguir dialogando contigo en la fe: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!
¡Hola familia querida!, nos encontramos nuevamente para seguir dialogando en la fe con san Juan Pablo II, quien nos decía en el programa anterior que “Tanto el Estado como la Iglesia, cada uno en su propio campo y con sus propios medios, están al servicio de la vocación personal y social del hombre”. Hoy le preguntamos ¿Cuál es la relación entre cultura, ciencia y Dios? Le escuchamos:
“A lo largo de los siglos, la Iglesia ha vivido en alianza con las letras, las artes y las ciencias; esta asociación ha sido y es recíprocamente fecunda, y está llamada a seguir siendo fuente de creatividad y vitalidad intelectual en el futuro.
Es una necesidad apremiante, ya que la decadencia humana y el progresivo agotamiento cultural que se notan en nuestra época, coinciden en gran parte con los sistemas filosóficos que pretenden hacer del hombre un rival de Dios, orientan al individuo y a la sociedad por caminos que alejan de Aquel que es la causa de su existencia y el término final de todo afán verdaderamente humano.
La verdadera cultura es, pues, instrumento de acercamiento y participación, de comprensión y solidaridad. Por eso, el auténtico hombre de cultura tiende siempre a unir, no a dividir; no crea barreras, difunde entendimiento y concordia; le mueve el deseo de abrir nuevos cauces a la creatividad y al progreso.
Quien alienta ese afán en su quehacer cultural ha de plantearse los interrogantes más profundos del hombre; esto es, el sentido último de la existencia y el modo de vida verdaderamente adecuado a ese fin. Si falta ese compromiso moral, no se llegaría a ser un verdadero hombre de cultura, porque se quedaría en el formalismo, la neutralidad; en una palabra, en la decadencia cultural.
¿Qué es cultura? Es cultura aquello que impulsa al hombre a respetar más a sus semejantes, a ocupar mejor su tiempo libre, a trabajar con un sentido más humano, a gozar de la belleza y amar a su Creador. La cultura gana en calidad, cuando contribuye a vivir armoniosamente, toda la constelación de los valores humanos.
Sembrad, con la cultura, gérmenes de humanidad; gérmenes que crezcan, se desarrollen y hagan robustas a las nuevas generaciones. Trabajad en el mundo de la cultura con un sentido de trascendencia, porque Dios es la Suma Verdad, la Suma Belleza, el Sumo Bien y con la labor científica y artística, se puede dar gloria al Creador y preparar así el encuentro con Dios Salvador.
Hasta aquí sus palabras amigas que resuenan desde la eternidad hacia lo más profundo de nuestro corazón. “Trabajad en el mundo de la cultura con un sentido de trascendencia, porque Dios es la Suma Verdad, la Suma Belleza, el Sumo Bien”. Nos encomendamos a tu intercesión querido papa santo y nos encontramos la semana que viene para seguir dialogando contigo en la fe: san Juan Pablo II. ¡Bendiciones!