Queridos amigos, las lecturas de hoy nos hablan muy directamente del tema de la riqueza. Quizás nuestra tentación pueda ser el pensar que estas lecturas no van con nosotros, porque no somos multimillonarios. Pero no podemos olvidar que vivimos en el primer mundo y que la inmensa mayoría de la población mundial tiene muchos menos recursos que nosotros. Y tampoco olvidemos que tampoco se trata de la cantidad de dinero que tengamos en el banco, sino de las disposiciones internas de nuestro corazón. Escuchemos, por tanto, al Señor que nos habla hoy.
La primera lectura es un fragmento del libro de la Sabiduría, que hace continuamente referencia a Salomón, el rey sabio que sucedió en el trono a David. Fue el rey que construyó el templo y que deslumbraba por su conocimiento y discreción. Salomón supo bien que la verdadera sabiduría procedía únicamente de Dios y se la demandó constantemente, aún por encima de riquezas y bienes materiales. Hoy escucharemos el sabio prefiere la sabiduría “a cetros y tronos, y, en su comparación”, tuvo “en nada la riqueza”.
El salmo 89 bien podría pertenecer a una liturgia penitencial celebrada en el Templo de Jerusalén, después del exilio de Babilonia. El salmista parece recordar esos años de infortunio cuando dice “Danos alegría, por los días en que nos afligiste, por los años en que sufrimos desdichas”. Estamos ante una oración para pedir la propia conversión: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato”, es decir, para que adquiramos la auténtica sabiduría a la que hacía referencia la primera lectura.
La segunda lectura, de la carta a los Hebreos, es tan breve como intensa. Hace referencia a la capacidad que tiene la Palabra de Dios de entrar en el interior del hombre, que el autor sagrado equipara con el “alma”, el “espíritu, coyunturas y tuétanos”, según la antropología del momento. La Palabra creadora, que llamó a la vida a Adán, es como una espada, que hiere, que transforma el corazón. Esa Palabra se hizo carne en Cristo, que ahora tiene esa virtud de penetrar en el interior del hombre, gracias al Espíritu. Ahora “todo está patente y descubierto a sus ojos”.
Hoy escucharemos el célebre pasaje del joven rico. Todos sabemos cuál fue la reacción del muchacho al escuchar: “anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme”. La moraleja que Jesús extrae de lo ocurrido es el aserto de que “más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios”, expresión frecuente en tiempos de Jesús cuando se quería evocar la imposibilidad de que algo sucediese. En efecto, para el rico es imposible entrar en el reino, si sus riquezas le encadenan.
Queridos amigos, lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios. Si uno se deja llevar por la invitación de Jesús, si llega a comprender que ni todas las riquezas de este mundo valen su amistad, entonces sucede el milagro. Que se lo pregunten a san Francisco de Asís, a santa Isabel de Hungría, a san Carlos Borromeo, o tantos otros que, teniendo a riqueza a raudales supieron dejarlas atrás, o administrarlas santamente, en respuesta al amor de Dios. Las lecturas de hoy son una llamada a entrar en la lógica de la gratuidad de Dios. Su salvación no puede comprarse ni merecerse. Él la da libremente y así ha de acogerse. Y una vez acogida, despierta en nosotros el deseo de amar sin cálculos y empezamos a tener un tesoro en el Cielo. Ojalá hagamos nuestras las palabras de Pedro: Señor, “Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido”. ¡Feliz domingo!