“Experiencias cotidianas que dejan huellas extraordinarias”. Así quiero resumir lo que hemos vivido en estas semanas. No hemos hecho cosas impresionantes, pero en las cosas más sencillas del día a día, en el testimonio y la entrega humilde de tantas personas, ahí es donde el Señor nos deja la semilla de dones que crecerán y darán fruto a lo largo de toda nuestra vida.
El 17 de julio aterrizaba en el aeropuerto de Santiago de Chile un avión procedente de Madrid, allí desembarcamos Daniel Rojo, José Manuel Ramos, Francisco Javier Zaera, Javier Merino, Andrés Castellano y D. Javier Mairata. Podríais preguntar: ¿Qué hacen cinco seminaristas y un formador del Seminario a más de 10.000 Km del Cerro de los Ángeles? Si lo concentramos en una sola palabra: misión; si me dejarais describirlo con detenimiento, salen páginas y páginas de una de las experiencias más impresionantes de nuestras vidas. Tras diez horas más de autobús, llegábamos a Villarrica, una pequeña ciudad situada 800 Km al sur de la capital chilena, en la que estaríamos durante un mes a disposición del Obispo para organizar y colaborar en distintas actividades pastorales. Lo cierto es que no sabíamos qué nos iban a pedir, por lo que fue una sorpresa para nosotros cuando nos dijeron que el plan central de la misión sería evangelizar puerta por puerta el sector de Todos los Santos, el barrio más humilde de la ciudad. ¡Puerta por puerta! ¿Hay algo más misionero que esto?
Villarrica es una población de 40.000 habitantes, a orillas de un hermoso lago que lleva su nombre, y cuyo horizonte domina un imponente volcán nevado. A lo largo de estos treinta días de misión fuimos conociendo distintas y muy diversas realidades de la parroquia que nos acogió: comedores que coordinan voluntarios para dar de comer a ancianos con pensiones insignificantes o familias con dificultades; la pastoral en una cárcel, donde los escasos católicos agradecen sobremanera la escucha de aquellos que les acompañan en una situación tan compleja; una comunidad que está construyendo su propia capilla para que los sacerdotes de la parroquia puedan celebrar allí la Misa, aunque sea tan sólo una vez al mes; numerosos visitadores de enfermos, que pasan la semana de casa en casa llevando la Eucaristía a los que ya no pueden asistir a la iglesia…
La experiencia más intensa y la más novedosa para nosotros ha sido ir llamando puerta por puerta, ofreciendo la bendición de las casas y compartiendo con las familias la Palabra de Dios. Llegábamos con el escepticismo propio de una cultura como la europea y nos encontrábamos con la acogida calurosa y sencilla del pueblo chileno. Los cristianos del barrio de Todos los Santos se reparten entre distintas confesiones religiosas, los católicos son tan sólo una de ellas, quizás no las más numerosa y tampoco la más activa; por esto nuestra labor, más que en anunciar que Cristo está resucitado, lo cual no dudaba nadie en aquellas casas, se ha centrado en encontrar a los católicos y animarles a vivir la fe en su comunidad, acercándoles las actividades que estábamos realizando durante aquellos días y sobre todo vinculándoles a la comunidad de su barrio, los que permanecen tras nuestra marcha.
Nos ha impactado profundamente la coincidencia de dos realidades: por un lado, aunque nos parezca increíble, tras 500 años de evangelización de América, el Evangelio no ha calado hasta el fondo esta cultura, hemos conocido realidades que no responden a un rechazo del Evangelio, sino a una necesidad de más evangelización; y por otro lado, la extensión de la diócesis de Villarrica y la insuficiencia de sacerdotes ha hecho que multitud de laicos se responsabilicen de las comunidades y sean verdaderos protagonistas de la misión pastoral de la Iglesia en colaboración con los párrocos.