“La esperanza no defrauda”

 

LA ESPERANZA NO DEFRAUDA (Rm 5,5)

Inauguramos el curso pastoral de nuestra diócesis de Getafe. Hoy, quiero reflexionar con vosotros sobre la esperanza, inspirados por la bula Spes non confundit del Papa Francisco. Como sabéis, Francisco ha convocado con esta bula el Año 2025, que también va a inspirar todo el curso pastoral en nuestra diócesis. Nos tenemos que dejar envolver por la esperanza. La esperanza que es una virtud teologal junto con la fe y la caridad, es decir que no nace de abajo, no es el resultado de nuestras conquistas, sino que viene de Dios, es un don que hemos recibido. Por eso, esperanza no es lo mismo que optimismo. No tengo esperanza porque soy optimista.

La Bula del Papa nos invita a profundizar en la virtud de la esperanza, una virtud esencial en nuestra vida cristiana. 

Voy a dividir mi exposición en tres partes tomando como referencia tres textos de la Escritura –Palabra de Dios-.  

 

1. “Apoyado en la esperanza, creyó contra toda esperanza” (Rm 4,18).

Esta expresión “esperar contra toda esperanza” nos lleva a la figura de Abraham, el padre de nuestra fe. En la carta a los Romanos, San Pablo nos dice que Abraham “creyó, esperando contra toda esperanza” (Romanos 4,18). A pesar de su avanzada edad y las circunstancias adversas, Abraham confió en la promesa de Dios de darle una descendencia numerosa.

Escribe el Papa en la Bula. “Todos esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana. Sin embargo, la imprevisibilidad del futuro hace surgir sentimientos a menudo contrapuestos: de la confianza al temor, de la serenidad al desaliento, de la certeza a la duda. Encontramos con frecuencia personas desanimadas, que miran el futuro con escepticismo y pesimismo, como si nada pudiera ofrecerles felicidad”.

Sin duda que tenemos muchos motivos para desesperar. En mi vida y en la vida del mundo hay muchas causas para llevarnos a la desesperanza. El Papa mismo cita algunos de ellos, y lo hace en positivo: la guerra, la falta de natalidad, la falta de libertad, la enfermedad y el sufrimiento, el hecho de las migraciones, la falta de esperanza de muchos jóvenes, el mundo de los ancianos, los pobres, etc. Cada uno podría poner sus causas.

Hay una imagen de la literatura contemporánea que quisiera evocar como icono del hombre sin esperanza, perdido en sí mismo, incapaz de mirar más allá porque no tiene horizontes. Me refiero a la obrar teatral escrita por Samuel Beckett en 1953, “Esperando a Godot”

Vladimir y Estragón esperan a Godot, quien nunca llega. No saben cuándo, ni de dónde, ni por qué. Ni siquiera sabe si llegará. La obra refleja la idea de que la vida puede ser absurda y carecer de un propósito claro. A pesar de estar juntos, los personajes experimentan una profunda soledad y alienación. Incluso muestra cómo la desesperanza nos lleva a una dinámica de opresión.

Esta espera, en definitiva, simboliza la esperanza humana y la búsqueda de sentido en la vida. ¿Qué esperamos nosotros?, ¿qué espera nuestra diócesis?

Permitidme que cambie la pregunta. No se trata de qué esperamos, sino a quién esperamos. Entonces cambia toda la perspectiva. Nosotros no esperamos algo, esperamos alguien que es nuestra esperanza.

Escuchamos la profecía de Jeremías: “Pues sé muy bien lo que pienso hacer con vosotros —dice el Señor—, designios de paz y no de aflicción, daros un porvenir y una esperanza” (Jer 29,11).

San Agustín concreta el modo de vivir en la fe la esperanza contra toda esperanza: "La esperanza tiene dos hermosas hijas: la indignación y el coraje; la indignación nos enseña a no aceptar las cosas como son; el coraje, a cambiarlas".

 

2. “La esperanza no defrauda” (Ga Rm 5,5).

La esperanza cristiana no es una ilusión vana, sino una certeza basada en la promesa de Dios. San Pablo nos recuerda en su carta a los Romanos que “la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rm 5,5).

Que bien lo ha traducido el escritor converso francés, Ch. Peguy: "La esperanza, dice Dios, eso es lo que me sorprende. Eso es lo que me sorprende. A mí mismo. 

Eso es lo que es sorprendente. Que esos pobres hijos vean cómo van las cosas y crean que mañana irá mejor. Eso es lo sorprendente y es, sin embargo, la mayor maravilla de nuestra gracia".

Otra característica de la esperanza es que "nos sostiene en la adversidad y nos da la fuerza para perseverar en la fe. Es el ancla del alma, firme y segura, que nos mantiene unidos a Cristo", escribe S. Juan Crisóstomo. 

Estamos invitados a reflexionar sobre la naturaleza sorprendente de la esperanza. A pesar de las dificultades y los desafíos que enfrentamos, la esperanza nos permite creer que el futuro será mejor. Esta esperanza es un don de la gracia de Dios, una gracia que nos sostiene y nos da la fuerza para seguir adelante.

 

3. “Los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren y no se fatigan, caminan y no se cansan” (Is. 40,31). 

La esperanza no es pasiva; es una fuerza activa que nos impulsa a vivir nuestra fe y a manifestar el amor de Dios en nuestras acciones diarias. La esperanza nos llama a ser agentes de cambio y testigos del amor de Dios en el mundo.

Dice el Papa en la Bula: "La esperanza efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz".

Pero, preguntémonos, ¿cuál es el fundamento de muestra esperanza? “La esperanza, junto con la fe y la caridad, forman el tríptico de las “virtudes teologales”, que expresan la esencia de la vida cristiana (cf. 1 Co 13,13; 1 Ts 1,3). 

En su dinamismo inseparable, la esperanza es la que, por así decirlo, señala la orientación, indica la dirección y la finalidad de la existencia cristiana. Por eso el apóstol Pablo nos invita a “alegrarnos en la esperanza, a ser pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración” (cf. Rm 12,12). Sí, necesitamos que “sobreabunde la esperanza” (cf. Rm 15,13) para testimoniar de manera creíble y atrayente la fe y el amor que llevamos en el corazón; para que la fe sea gozosa y la caridad entusiasta; para que cada uno sea capaz de dar aunque sea una sonrisa, un gesto de amistad, una mirada fraterna, una escucha sincera, un servicio gratuito, sabiendo que, en el Espíritu de Jesús, esto puede convertirse en una semilla fecunda de esperanza para quien lo recibe. 

Pero, ¿cuál es el fundamento de nuestra espera? Para comprenderlo es bueno que nos detengamos en las razones de nuestra esperanza (cf. 1 P 3,15)” (Sp non C, 18).

Hay una pregunta que todos nos hacemos en algún momento, o en muchos momentos de nuestra vida: “¿Qué será de nosotros, entonces, después de la muerte? Más allá de este umbral está la vida eterna con Jesús, que consiste en la plena comunión con Dios, en la contemplación y participación de su amor infinito. 

Lo que ahora vivimos en la esperanza, después lo veremos en la realidad. San Agustín escribía al respecto: «Cuando me haya unido a Ti con todo mi ser, nada será para mí dolor ni pena. Será verdadera vida mi vida, llena de Ti». ¿Qué caracteriza, por tanto, esta comunión plena? El ser felices. La felicidad es la vocación del ser humano, una meta que atañe a todos. (Ibid, 21).

Pero, ¿qué es la felicidad?, ¿qué felicidad esperamos y deseamos? No se trata de una alegría pasajera, de una satisfacción efímera que, una vez alcanzada, sigue pidiendo siempre más, en una espiral de avidez donde el espíritu humano nunca está satisfecho, sino que más bien siempre está más vacío. Necesitamos una felicidad que se realice definitivamente en aquello que nos ‘plenifica’, es decir, en el amor, para poder exclamar, ya desde ahora: soy amado, luego existo; y existiré por siempre en el Amor que no defrauda y del que nada ni nadie podrá separarme jamás. Recordemos una vez más las palabras del Apóstol: «Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8,38-39)” (Ibid, 21).

La esperanza tiene vocación de eternidad. Una esperanza que se acaba no es esperanza. “«Creo en la vida eterna»: así lo profesa nuestra fe y la esperanza cristiana encuentra en estas palabras una base fundamental. El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «Cuando […] faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas —es lo que hoy con frecuencia sucede—, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación». Nosotros, en cambio, en virtud de la esperanza en la que hemos sido salvados, mirando al tiempo que pasa, tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no se dirigen hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que se orientan al encuentro con el Señor de la gloria. Vivamos por tanto en la espera de su venida y en la esperanza de vivir para siempre en Él. Es con este espíritu que hacemos nuestra la ardiente invocación de los primeros cristianos, con la que termina la Sagrada Escritura: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20). Jesús muerto y resucitado es el centro de nuestra fe”. (Ibid, 19-20).

El ya citado Ch. Peguy afirma en este sentido: "La esperanza ve lo que aún no es y que será. Ama lo que aún no es y que será. En el futuro del tiempo y de la eternidad". O la gran Teresa de Jesús no invita siempre: "Nada te turbe, nada te espante, todo se pasa, Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta: solo Dios basta".

La esperanza nos permite ver más allá del presente y amar lo que aún no es pero que será. Esta esperanza nos impulsa a trabajar por un futuro mejor, a construir un mundo más justo y más humano, sabiendo que caminamos al Cielo, al abrazo eterno que es Dios, el fundamento y culmen de toda esperanza. La certeza del Cielo nos hará ser hombres y mujeres de esperanza, vivirla y actuarla aquí en esta tierra.

 

Conclusión 

La bula Spes non confundit nos invita a vivir una esperanza activa y transformadora, fundamentada en la fe y vivida en el amor. 

Sigamos el ejemplo de Abraham, confiemos en la promesa de Dios y seamos testigos de su amor en el mundo. Que este nuevo curso pastoral sea una oportunidad para renovar nuestra esperanza y para trabajar juntos en la construcción del Reino de Dios.

Quiero terminar repitiendo algunas palabras que pronuncié en el mensaje de este comienzo de curso:

“Me gustaría que nuestra diócesis viviera este curso pastoral con la mirada puesta en la esperanza. Esa mirada puesta en la esperanza que va a robustecer nuestra fe y también nuestra caridad, porque, al fin y al cabo, la esperanza tiene como fundamento la caridad y fortalece la fe (..) Vamos a mirar mucho más allá de lo que muchas veces nuestra mirada humana es capaz de mirar. Vamos a trabajar y vamos a pensar en algo que nos puede parecer imposible, pero os recuerdo que para Dios nada hay imposible. Por eso creo que la diócesis de Getafe tiene que empezar este curso y vivir este curso con un mensaje de esperanza. Mensaje de esperanza a los que estamos dentro, pero mensaje de esperanza a la gran mayoría que está fuera. Nosotros, los cristianos de esta diócesis de Getafe, tenemos que llevar a los demás ese mensaje de esperanza, decirle que Dios está ahí, que Dios los ama, que Dios los espera. Hay tantas miradas que podíamos hacer al mundo y a nuestra propia vida…”.

“Sé hombre, sé mujer de esperanza, no basta esperar cosas, tenemos que vivir y actuar una esperanza donde Dios es el centro. Como siempre, quiero poner este nuevo curso pastoral bajo la protección de la Virgen Santísima, nuestra Madre, la Virgen de los Ángeles patrona de la diócesis y tantas advocaciones de nuestra vida diocesana, como también a los santos que son protectores de esta diócesis de Getafe. Os espero a todos en esta aventura preciosa de la evangelización, que es también una llamada a la esperanza”.

 

Cerro de los Ángeles, 05/10/2024