Querido hermano en el episcopado, Mons. José Mª, nuestro obispo auxiliar,

Saludo con afecto y doy la bienvenida al Superior General de Instituto de Cristo Rey, P. José Mª Laxague.

Queridos hermanos sacerdotes; Sr. Vicario general y Vicarios episcopales.

Querido Sr. Rector del Seminario y equipo de formadores.

Querido hijo, José Luis, que hoy recibes el don del sacerdocio ministerial. Y a vosotros, queridos Antonio, Enrique, Sergio, Erick, Emiliano, y Andrés que recibes la gracia del diaconado.

Queridos diáconos y seminaristas.

Queridos consagrados y consagradas. Saludo de un modo especial a la Familia del Amor Misericordioso y los religiosos del Instituto de cristo Rey.

Queridos padres, familiares y amigos de los ordenandos.

Hermanos y hermanas en el Señor.

“No temas; desde ahora serás pescador de hombre” (Lc 5,10).

  Palabras de Jesús a Pedro que esta tarde adquieren un realismo especial. Palabras del Señor que nos introducen e iluminan la profundidad y la belleza de la celebración de esta tarde, la ordenación de un nuevo presbiterio para nuestra diócesis, y de seis diáconos, dos de ellos del Instituto de Cristo Rey. Es este un día de gran gozo y bendición para nuestra comunidad diocesana, un día en que experimentamos de manera profunda la presencia y el amor de Dios en nuestras vidas.

  Nos encontramos de nuevo ante el misterio de la vocación, la llamada que Dios hace a cada uno de nosotros. Esta llamada no es siempre fácil de entender, tampoco de responder a ella, dejando tantas ataduras, incluso legítimas, a las que estamos amarrados. Sin embargo, hoy somos testigos de cómo algunos hermanos nuestros, estos jóvenes, han respondido con generosidad y valentía a la invitación de Jesús: “desde ahora será pescador de hombres”. Ellos han decidido seguir a Cristo de una manera especial, dedicando sus vidas al servicio de la Iglesia para la gloria de Dios.

  Pienso, queridos hermanos, en cada una de vuestras vidas, de la historia particular de cada uno, vuestras familias, el don de la vida, la conversión al Señor, vuestro crecimiento en la fe, incluso en las dificultades hasta llegar a este momento, tantos recodos en el camino de la existencia, pero no hay ni un solo segundo de este camino en el que Dios no haya estado presente, haya sido compañía y guía. No estáis, no estamos, aquí por casualidad. Es la mano providente de Dios la que os ha traído, y a partir de ahora lo seguirá haciendo de modo especial. Por eso, damos gracias a Dios.

1. La llamada de Dios es un don y un misterio. Aquellos pescadores estaban en su faena, quizás siguieran las enseñanzas de Jesús mientras lavaban las redes después de una noche sin pesca. Y Jesús se fija en ellos, no son ellos los que eligen, es Jesús, como siempre, quien tiene la iniciativa. Es Jesús el que se sube en la barca de Pedro, como se ha subido en nuestras vidas. Jesús toma posesión y lo único que necesita es que le digamos que sí en libertad. 

  La vocación es un don que solo puede crecer en la libertad del corazón del hombre, en ella se encuentran y se funden la libertad de Dios que llama y la del hombre que responde. Es el misterio del encuentro de dos libertades. Y desde ese momento comienza una historia –aventura- que nunca sabemos dónde nos llevará. “Rema mar adentro”, le pide el Señor a Pedro. Es como decirle, fíate, ponte en mis manos, vayamos más allá de lo que tenías previsto, de tus cálculos y tus programas; sal de ti, de tus comodidades, de tus ideas establecidas, incluso de los deseos que se quedan en tu propio beneficio. Nos encontramos de pronto con el gesto de obediencia de aquel pescador de Galilea que no entiende, pero hace lo que el Maestro le pide. La obediencia verdadera es siempre fruto de la confianza. Uno puede obedecer al jefe, pero su pensamiento y, sobre todo, su corazón estar lejos; la obediencia de la fe es distinta, nace de la confianza, se enraíza en el amor. Es, en definitiva, un sí al seguimiento del Maestro, es un decirle desde lo más profundo del ser: Contigo, Señor, contigo.

  Es evidente que en el Sí no todo está claro desde el principio, enseguida vienen los inconvenientes, las dificultades personales, las condiciones, el “esto no puede ser”, el “por qué a mí”. En el seguimiento siempre hay combate. Seguro que es lo que también Pedro sintió cuando Jesús le dijo: “echad las redes para pescar”. Parece una petición fuera de lugar cuando han estado toda la noche pescando y no habían recogido nada. Jesús les pide que pesquen en pleno día cuando en el momento propicio de la noche no han pescado nada, cuando están cansados y desilusionados por la falta de frutos. Sin embargo, la respuesta de Pedro es aleccionadora: “por tu palabra, echaré las redes”.

  Queridos hermanos y hermanas, queridos ordenandos, es por su palabra por lo que echamos y seguiremos echando las redes. A esta misión de echar las redes estáis convocados. No son vuestras capacidades ni vuestros méritos lo que darán el fruto a la labor que realicéis, sino una entrega generosa en las manos del Señor para que Él nos dé el fruto de una pesca abundante. La evangelización, para la que la Iglesia existe, es la misión de echar cada día las redes en el mar de este mundo, de este mundo y no del que yo imagino o del que añoro, es llevar a Cristo al corazón del hombre y de la sociedad, es impregnar de la gracia de Dios todas las cosas con sencillez, pero con convicción, y hacerlo con la certeza que Cristo es con mucho lo mejor (cfr. Filp 1,23).

  Pedro y los discípulos asombrados de la inmensidad de la misión están asustados, no saben cómo podrán sacar una pesca tan abundante, y entonces escuchan de Jesús: “No temas”. En la misión a la que estamos llamados el miedo puede ser una falta de confianza, la idea de que todo depende de mí; en este sentido quiero traer unas palabras del Papa Francisco: “nuestro ministerio sacerdotal no se mide sobre los éxitos pastorales (¡el Señor mismo tuvo, con el paso del tiempo, cada vez menos!). En el centro de nuestra vida no está tampoco el frenesí de la actividad, sino permanecer en el Señor para dar fruto (cf. Jn 15). Él es nuestro descanso (cfr Mt 11,28-29). Y la ternura que nos consuela brota de su misericordia, del acoger el “magis” de su gracia, que nos permite ir adelante en el trabajo apostólico, soportar los malogros y los fracasos, de alegrarse con sencillez de corazón, de ser mansos y pacientes, reiniciar y empezar de nuevo siempre, tender la mano a los otros” (Carta a los sacerdotes de Roma, 2023). En la misión no pueden paralizarnos las dificultades personales o del ambiente. El que lleva en el corazón encendido el fuego del amor de Dios no puede vivir en la queja ni en la excusa, no puede mirar más que a lo esencial, a aquello para lo que ha sido llamado y que da sentido a la vida.

  Pero el asombro ante la pesca tan abundante nos da otra referencia de la actuación de los discípulos que también nos ayudará para entender nuestra misión apostólica. “Hicieron señas –dice el texto evangélico- a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarle una mano”. No estamos solos, nuestra misión es compartida, vivimos y trabajamos en el seno de la Iglesia que nos acoge y nos envía. No es posible, ni da frutos, una labor al margen de la comunión. Un sacerdote puede estar solo en función del oficio que se le han encomendado, pero nunca aislado. El ministerio ordenado se define también por su ser en relación, relación con Dios, en primer lugar, y junto a esta la relación con la comunidad eclesial, con el obispo, los hermanos en el ministerio, y con el pueblo de Dios al que hemos sido enviados. Os invito, queridos hermanos, a vivir esta relación, y no solo formalmente, porque así está mandado, sino de corazón. El obispo no es el jefe, sino el padre, el hermano mayor, el amigo; los sacerdotes no son los compañeros de trabajo, sino los hermanos y amigos que caminan conmigo; como tampoco el pueblo de Dios es el objeto de mi ocupación sino la familia en la que vivo y sirvo en el nombre del Señor. No lo olvidéis “la fraternidad conforta, ofrece espacios de libertad interior y no nos hace sentirnos solos delante de los desafíos del ministerio” (Francisco, ibid).  

  Este hecho que nos configura y configura nuestro ministerio nos puede ayudar a vivir la sinodalidad de la Iglesia, realidad y expresión de los inicios mismos del cristianismo, y que es una oportunidad hoy que no debemos desaprovechar, deteniéndonos en discusiones estériles, para renovar el don de la comunión que nos une a la Trinidad Santa, fundamento de nuestra fe. Dios es comunión y nosotros para ser imagen de ese Dios debemos vivirla y expresarla en lo cotidiano de nuestra vida. Estamos llamados a caminar juntos porque es una la fe y la vocación a la que hemos sido convocados, y porque juntos debemos escuchar lo que el Espíritu dice a la Iglesia para realizarlo según su voluntad.

2. Inspirándome en la Palabra de Dios que hemos proclamado quisiera ir a lo más profundo del ministerio que ahora vais a recibir por la imposición de mis manos. Vas a ser configurado con Cristo Sacerdote, Cabeza y Pastor de la Comunidad en el caso del nuevo presbítero, y vosotros los diáconos con Cristo Maestro y Siervo de la Comunidad. Cada uno en vuestro ministerio, unidos al ministerio de los obispos, quedaréis consagrados para anunciar el Evangelio, para santificar y apacentar al pueblo de Dios, celebrando los sagrados misterios, especialmente la Eucaristía, y para servirlo en el amor, como hizo Cristo, que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida.

  Para poder realizar esta misión y hacer que la gracia que ahora recibís fructifique estáis llamados a ser hombre de Dios. San Pablo le escribía a su discípulo Timoteo: “Sé un modelo para los fieles en la palabra, la conducta, el amor la fe, la pureza” (1Tim 4,12). Nadie pude dar lo que no tiene. Si Dios no es tu prioridad y el centro de tu vida, no darás a Dios. El presbítero, el diácono ha de vivir en Dios y de Dios, su ministerio se ha de alimentar del trato íntimo y cotidiano con el Señor. 

  El texto de la Sabiduría que hemos escuchado así nos lo enseña. El autor, algunos apelan al rey Salomón, hace un elogio de la sabiduría que es un don de Dios y la que tenemos que pedir en la oración. La sabiduría que bien podríamos identificar en este pasaje con Dios mismo, hemos de preferirla a todo y a todos. De nada servirían las riquezas, ni la salud o la belleza, si no tenemos el don de Dios, su presencia. De nada servirían los éxitos pastorales, ni el aplauso de los hombres si no les doy a Dios. La escena de este mundo con su esplendor pasa, lo que queda es Dios. El hombre de hoy tiene hambre y sed de Dios; no nos engañemos, no se conformará con menos. Por eso, sed hombres de Dios.

  Escucha en tu corazón la Palabra, medítala, contémplala, ella “es viva y eficaz”; es tajante porque llega a lo más profundo del corazón y lo ilumina, también lo interpela y hasta lo hiere, pero no deja por eso de ser consuelo. “Nada se oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas”, nos dice la carta a los Hebreos. Por eso, lee la Palabra, “y convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple todo lo que has enseñado”.

  Es esta Palabra la que cada día se hace carne en el altar, a la que has de servir, de la que te has de alimentar. La Eucaristía es lo mejor y lo más importante que has de hacer cada día. En la Eucaristía, como en ningún otro momento, eres y actúas como sacerdote, te conviertes en otro Cristo, te inmolas en favor de la humanidad. ¿Qué es un sacerdote sin Eucaristía? No dejéis que la fuente de la gracia se seque en vosotros por la falta de la celebración y adoración eucarística vivada con profundidad. Como ahora se dirá al nuevo presbítero al entregarle el pan y el vino, “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

  Como sabéis bien, la vida eucarística no se acaba al final de nuestras celebraciones, sino que se prolonga en la caridad para con los hermanos más necesitados, con los pobres, que forman parte esencial del ministerio ordenado. Tomo de nuevo las palabras del Papa a los sacerdotes: “Necesitamos mirar a Jesús, a la compasión con la que Él ve nuestra humanidad herida, a la gratuidad con la que ha ofrecido su vida por nosotros en la cruz. (..) Él ha aceptado la humillación para volver a levantarnos de nuestras caídas y liberarnos del poder del mal. Así, mirando las llagas de Jesús, mirándole a Él humillado, aprendemos que estamos llamados a ofrecernos a nosotros mismos, a hacernos pan partido para quien tiene hambre, a compartir el camino de quien está cansado y oprimido. Este es el espíritu sacerdotal: hacernos siervos del Pueblo de Dios y no padrones, lavar los pies a los hermanos y no aplastarlos bajo nuestros pies” (Carta a los sacerdotes de Roma, 2023).

  Queridos hermanos, pidamos por estos hermanos nuestros que hoy se consagran al Señor en el orden de los presbíteros y de los diáconos, para que sean fieles a la llamada, y sean luz y testimonio en medio del mundo. Pidamos también para que Dios siga bendiciendo a nuestra diócesis y a la Iglesia entera con santas y numerosas vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada; que sean cada vez más numerosos lo que se deciden a seguir al Señor y servirle en los hermanos.

    Volvamos ahora, queridos hermanos y hermanas, la mirada a Santa María, la Virgen, Madre de la Iglesia, Madre de los sacerdotes, que aquí veneramos como Santa María de los Ángeles, para que mantenga siempre vivo el ritmo de nuestra esperanza, y nos enseñe, como Ella lo hace, a llevar a los hombres a Cristo.

Mons. Ginés García Beltrán

Getafe, 12 de octubre de 2024

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