EL RECOGIMIENTO CRISTIANO

 
     El recogimiento cristiano consiste en un proceso que lleva al sujeto de la superficialidad a la interiorización, de la dispersión de sus actos y facultades a la reunificación interior, de la distracción y la disipación de sí mismo a la concentración: “No salgas de ti, en el hombre interior habita la verdad”, decía la máxima de san Agustín.
 

     El recogimiento no se reduce a la capacidad de atención, al gusto por la reflexión y al poder de intuición y de comprensión propios de una actitud meditativa, aunque ciertamente los comprende. También cabe la superficialidad, la dispersión y la disipación de la capacidad afectiva y volitiva del hombre y de su libertad. Por eso el hombre recogido no es sólo el hombre concentrado; es también el hombre dueño de sí y el hombre interior exteriormente liberado.

     En la tradición cristiana, recogimiento no es sinónimo de ensimismamiento. La llamada a la interioridad es una fuerza de gravedad que procede de más allá de nosotros y nos lleva más allá de nosotros.

     Por eso, todo el proceso está determinado por la conciencia de la Presencia de Dios. El recogimiento permite al cristiano descubrir y realizar el ser personal como acto de presencia convocado por la Presencia originaria: “Mirad, decía santa Teresa, que os va mucho tener entendida esta verdad: que está el Señor dentro de nosotros, y que allí nos estemos con Él”. De ahí que el recogimiento para el cristiano, comienza y termina en eso que la tradición ha resumido como “ponerse en la presencia de Dios”.

     En el recogimiento cristiano lo fundamental no es el esfuerzo por la profundización, las técnicas de concentración, o la lucha metódica contra las distracciones, sino la escucha a la llamada interior, al anhelo por la Presencia  de la Trinidad Santa y la atención a sus huellas en la vida.

    Recogimiento tampoco es sinónimo de aislamiento o de vaciamiento de la persona. El hombre necesita ser él mismo para encontrarse con Dios, pero sólo puede ser él mismo a través de la relación con el mundo en el que vive y con los hombres con los que convive. El recogimiento lleva al hombre a romper con esas formas defectuosas de relación que son el espíritu de posesión y de dominio.

     El encuentro con la Presencia ilumina el conjunto de la realidad y la devuelve al hombre enteramente transfigurada. Así lo vive san Juan de la Cruz:

“Mi Amado,/las montañas, los valles solitarios, nemorosos, /las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, /el silbo de los aires amorosos,/ la noche sosegada en par de los levantes de la aurora,/ la música callada, la soledad sonora,/ la cena que recrea y enamora”/

     Por eso, lejos de aislar de los demás, el recogimiento que conduce al descubrimiento de la Presencia amorosa de Dios en la vida, conduce al amor de los hermanos que el interés y el espíritu de posesión y de dominio, propios del hombre no sanado por el recogimiento, hacían imposible.

     El recogimiento cristiano interioriza y profundiza al hombre, pero, al abrirle a la Presencia de Dios, al culminar en una “advertencia morosa de Dios” le abre a la actividad más intensa, le orienta hacia el futuro absoluto y le mueve al amor efectivo y universal como principio y sustancia de la vida.

 

Mons. José María Avendaño Perea