Santidad en la vida cotidiana

 

Me refresqué la frente con el agua de los nenúfares del estanque. Eran las cinco de la tarde. Olía a savia de un cuidado invernadero, en el centro de Madrid, en la Estación de Atocha. Había mucha gente con surcos en su corazón fruto de las alegrías, certezas e incertidumbres; encuentros y búsquedas; gozos y pesadumbres.

Me senté en la barandilla de hierro que rodea el pequeño recinto donde sobreabundan tortugas y son espectáculo de viajeros y curiosos viandantes. Había mucho ruido, pero poco a poco se fue creando un silencio hermoso en todo mi ser. Mi corazón bailaba ante esta inusual serenidad por el olor de las buenas obras y de la santidad, ungüento que hace posible y facilita cada jornada la vida eterna, ya comenzada entre nosotros, en este mundo que tanto ama y preocupa a Dios, el Santo, Santo, Santo.

Y aunque estaba cansado de andar y andar, pues venía de hacer varias gestiones en la gran ciudad, y ahora, mientras esperaba la hora para viajar a nuestra querida Diócesis de Getafe, lugar donde mora, trabaja, celebra y se goza mi cuerpo y mi alma, me alegraba de estar y ser con los demás, con mi prójimo cercano y lejano. Así ,en silencio, en medio del abundante ruido, como regalo divino, entre el trajín de cada día, bendecía al Creador por hacernos ser, por la santidad de la multitud de los hijos e hijas de Dios, injertados en Jesucristo, alentados por el Espíritu Santo, que viven de manera discreta y sencilla, sabiendo o sin saberlo, la vocación a la santidad en la vida de cada día. En verdad que en aquel lugar concreto se hacía realidad la Presencia del Señor y experimenté con todo mi ser que, pase lo que pase, tenemos un gran aliado en los caminos, senderos, planicies o alturas de la vida, pues “en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17,28).

Con temor y temblor me acerco a hablar de santidad convencido de que lo primero es postrarnos en adoración ante la Santidad de Dios, quien por su amor y su misericordia infinita toma la decisión de comunicarse  y salir al encuentro de su pueblo pues es el “Santo de Israel”(Is 10, 20) y nos posibilita adentrarnos en el “Santo siervo Jesús”  (Hch 4, 27-30), su Hijo Jesucristo, que vino a “santificarnos en la verdad” (cf. Jn 17, 19) y en el Espíritu Santo que nos acompañará y sostendrá y que no quiere ser entristecido (cf. Ef, 4,30).

Porque Dios nos ha creado “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26), y de ahí que Él mismo nos diga: “Sed santos, porque yo soy santo” (Lv 11, 44). 
La santidad de Dios es el principio, la fuente de toda santidad. 

Y, aún más, en el Bautismo, Él nos hace partícipes de su naturaleza divina, y adoptándonos como hijos suyos. Y por tanto quiere que sus hijos sean santos como Él es Santo. 

Somos cristianos porque pertenecemos al Hijo encarnado de Dios y esto posibilita que podamos hablar de nuestra “santidad” en este Año de gracia y de Santidad, en el Año Jubilar al que nos ha convocado el Santo Padre, Papa Francisco.  

 

Mons. José María Avendaño Perea