15/04/2025. El obispo de la diócesis, Mons. Ginés García Beltrán, ha presidido en la mañana del martes 15 de abril, la Misa Crismal en la Catedral Santa María Magdalena de Getafe. Ha estado acompañado por el obispo auxiliar, Mons. José María Avendaño; el obispo emérito, Mons. Joaquín María López de Andújar; los vicarios episcopales; el rector y los formadores de los seminarios diocesanos; los arciprestes y delegados y unos 250 sacerdotes que han renovado las promesas realizadas en la ordenación.
A continuación el texto completo de la homilía:
Queridos hermanos en el Episcopado, señor obispo auxiliar, D. José María, nuestro obispo emérito, D. Joaquín María; queridos hermanos sacerdotes de nuestro presbiterio diocesano, los que en estos días estáis también con nosotros. Saludo al señor vicario general, al vicario judicial, a los vicarios episcopales, también a los diáconos, a este cuerpo de diáconos que hoy concelebran también esta Eucaristía. Quiero saludar a los religiosos, a las religiosas, a todas las formas de vida consagrada y a todos vosotros, queridos hermanos y hermanas en el Señor.
No me olvido del seminario, de los seminaristas que en esta misa crismal siempre nos recuerdan que son nuestra esperanza: la esperanza del Señor, la esperanza de esta diócesis. Quiero saludar también —que he visto al pasar en los bancos— a los catecúmenos que estáis aquí y que en la próxima noche de Pascua vais a recibir los sacramentos de la Iniciación Cristiana.
El Crisma que hoy vamos a consagrar va a ser el óleo que os consagre también a vosotros como cristianos, lo mismo que a todos los que van a recibir el sacramento de la Confirmación a lo largo del año, y también las manos de los nuevos presbíteros de este año.
Volvemos un año más, queridos hermanos, al Cenáculo para compartir el don de nuestro sacerdocio, que siempre adquiere una nueva luz en el misterio de la Eucaristía. Renovaremos junto al Padre, al pueblo santo de Dios, nuestra fe y compromiso con Cristo, el Ungido del Señor. Este momento es particularmente importante para nosotros, los sacerdotes, porque nos invita a reflexionar sobre el don inestimable del sacerdocio y la misión que se nos ha confiado como ministros de salvación.
Quiero saludar a todos los que estáis aquí en esta catedral y también a los que están presentes de otro modo: a los sacerdotes ancianos o impedidos que nos acompañan con la oración y la ofrenda de sus sufrimientos y soledades. También a los hermanos que viven en otros países y en otras misiones. A todos los tenemos siempre muy presentes, pero en este día, en este momento, de un modo muy especial.
No quiero olvidarme de hacer presente en el altar a los sacerdotes que han muerto durante este año, en la esperanza de la resurrección, para que reciban el premio de los buenos pastores.
“Vosotros os llamáis sacerdotes del Señor. Dirán de vosotros: ministros de nuestro Dios". Estas palabras del profeta Isaías definen la vocación y la misión del ungido. El Espíritu del Señor nos ha ungido, como nos decían las lecturas de la Palabra del Señor. Nos ha hecho propiedad suya, ministros de su gloria y nos ha destinado para ser cauce de gracia en una humanidad herida por el mal y el sufrimiento.
Nuestro ministerio es —y tiene que ser— un testimonio de esperanza en medio del mundo. Estamos llamados a ser buena noticia y a llevarla al corazón de cada hombre, de cada mujer, al corazón de nuestro mundo.
Al hablar de nuestro sacerdocio un año más, me inspira la reflexión del Papa Francisco en su última carta encíclica Dilexit Nos que además tiene tanta significación en la espiritualidad de nuestra diócesis. El Papa nos recuerda que hay que volver a hablar del corazón en esta cultura líquida en la que vivimos. Es necesario volver a la interioridad, escuchar al corazón y dejar que sea el motor de nuestra vida. Se trata de volver a la fuente y a la raíz de la condición humana.
Citando a San Juan Pablo II, afirma el Pontífice: “El hombre contemporáneo se encuentra a menudo trastornado, dividido, casi privado de un principio interior que genere unidad y armonía en su ser y en su obra. Modelos de comportamiento bastante difundidos, por desgracia, exasperan su dimensión racional, tecnológica o, al contrario, su dimensión más instintiva.”
En definitiva, queridos hermanos: al mundo le falta corazón. Entonces podemos preguntarnos todos —y especialmente nosotros, queridos hermanos sacerdotes—: ¿cómo vivir nuestro ministerio en este momento y en este contexto?
Quizá la respuesta sería: con un ministerio con corazón y desde el corazón. Desde el corazón de Cristo, que ha de ser el fundamento y principio inspirador de toda vocación y ministerio eclesial. El corazón de Jesús es la fuente de donde nace todo en la vida cristiana y, por tanto, en nuestro ministerio. Solo desde este corazón podemos llevar el amor de Dios a los hombres.
La raíz y el fundamento harán un ministerio con corazón. El Corazón de Cristo es el símbolo del amor divino y humano que nos transforma. Como dice la encíclica, su corazón abierto nos precede y nos espera sin condiciones, sin exigir un requisito previo para poder amarnos y proponernos su amistad.
Este amor incondicional debe ser el modelo de nuestro ministerio. No se trata solo de cumplir con nuestras responsabilidades, sino de hacerlo con un corazón que arde de amor por Dios y por su pueblo.
El corazón —como señala también el Papa— es el lugar de la sinceridad y la verdad, donde no hay espacio para la apariencia ni el engaño. “El corazón”, dice, “es el lugar de la sinceridad donde no se puede engañar ni disimular.”
En nuestro ministerio estamos llamados a ser auténticos, a mostrar un rostro humano y cercano, a ser pastores que caminan con su pueblo, que sienten sus alegrías y sus dolores. En este sentido, se nos invita a vivir un ministerio con corazón y desde el corazón.
Esto significa estar atentos a las necesidades de los demás, especialmente de los más vulnerables. La devoción al Corazón de Jesús nos llama a experimentar un amor que se hace historia, carne, postura a favor de los últimos. Nuestro ministerio no puede ser indiferente al sufrimiento; debe ser un reflejo del amor compasivo de Cristo.
Queridos hermanos, os animo a que cada día renovéis vuestro compromiso con este ministerio que nos ha sido confiado. Que nuestro servicio sea un testimonio vivo del amor de Cristo; que nuestros corazones sean un lugar donde los fieles encuentren consuelo y esperanza.
Y que, como los discípulos de Emaús, podamos decir: “¿No ardía acaso nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?”
El corazón humano —y también el corazón sacerdotal— tiene necesidad de unidad y armonía. Un corazón dividido, enfrentado consigo mismo o con los demás, es una fuente de conflicto, de tristeza que cansa y hastía. Tantas veces los cansancios, la desilusión y el sinsentido son fruto de un corazón dividido.
La unidad la encontramos —como hemos dicho— en Cristo, en su intimidad, en estar y caminar con Él, pero también en nuestra unidad y comunión con la Iglesia.
Queridos hermanos sacerdotes, tenemos que amar a la Iglesia. Esta Iglesia, la real, la concreta, no la que cada uno se crea en su cabeza o en sus deseos. Y hemos de hacer que el pueblo que se nos ha encomendado ame a la Iglesia: con tantas contradicciones, con sus defectos —que son los nuestros—.
Este amor implica cuidar del pueblo de Dios, acompañarlo en su camino de fe y trabajar incansablemente por la unidad y la comunión. Amar a la Iglesia también significa ser fieles a su magisterio y vivir con alegría nuestra pertenencia a esta comunión universal.
Hoy se nos propone para caminar en unidad la imagen de la Iglesia como sínodo. La sinodalidad no es solo un método o una estructura organizativa; es una expresión de la naturaleza misma de la Iglesia.
Estamos llamados a caminar juntos, escuchándonos mutuamente y discerniendo en comunidad los pasos que debemos dar para cumplir con nuestra misión evangelizadora. Este caminar juntos no es una opción, sino un mandato que brota del Evangelio y se realiza bajo la guía del Espíritu Santo.
El documento final del Sínodo nos recuerda que la comunión es el fundamento de la sinodalidad. No podemos construir una Iglesia sinodal si no cultivamos entre nosotros una verdadera unidad.
Esta comunión no significa uniformidad, sino que nos anima a valorar la diversidad como un don. La escucha mutua y el respeto profundo por las diferencias son esenciales para vivir en comunión.
La participación, por otro lado, nos invita a incluir a todos los miembros del pueblo de Dios en este proceso. La Iglesia no puede ser un espacio exclusivo donde solo unos pocos toman las decisiones. Es necesario abrir la puerta a todos los bautizados. La participación activa de todos nos hace más auténticos y fieles a nuestra vocación.
Os exhorto, queridos hermanos sacerdotes, a acoger con afecto las determinaciones del último Sínodo. Es una respuesta de fe y confianza en el Señor que guía a la Iglesia. Nuestra obediencia no debe ser fría ni distante, sino cordial y comprometida, reconociendo que las orientaciones sinodales son fruto de un discernimiento profundo y comunitario.
En un mundo que cambia rápidamente, las exigencias del sacerdocio también se transforman. Pero hay actitudes que, además de universales, no cambian. Siempre son necesarias. La Iglesia existe para evangelizar.
Quiero recordarlo cuando nos preparamos a celebrar los 50 años de esta exhortación apostólica del Papa San Pablo VI. La Iglesia existe para evangelizar y nosotros estamos al servicio de esta evangelización. Una evangelización que sea cercana, acogedora, confesante de Jesucristo, que transmita esperanza y alegría, y que sea misericordiosa y samaritana.
Es cierto que, en medio de estas labores y desafíos, puede surgir el cansancio, la desilusión o incluso el sentimiento de soledad. Pero hoy el Señor nos recuerda que no estamos solos. Su gracia nos sostiene y su Espíritu nos renueva constantemente. Por eso os invito, queridos hermanos, a no desfallecer. Sigamos adelante con confianza, con ilusión, con la certeza de que nuestra entrega, aun en lo pequeño, tiene un valor eterno.
No nos olvidemos de ser misioneros enamorados. Son hermosas las palabras también del Papa en la Dilexit Nos: “La misión, entendida desde la perspectiva de la irradiación del amor del Corazón de Cristo”, escribe el Papa, “exige misioneros enamorados que se dejan cautivar todavía por Cristo y que inevitablemente transmiten ese amor que les ha cambiado la vida. Entonces les duele perder el tiempo discutiendo cuestiones secundarias o imponiendo verdades y normas, porque su mayor preocupación es comunicar lo que ellos viven y, sobre todo, que los demás puedan percibir la bondad y la belleza del Amado a través de sus pobres intentos". ¿No es eso lo que ocurre con cualquier enamorado?
No olvidemos que hemos sido enviados a una misión de salvación universal. Nuestro ministerio trasciende fronteras y diferencias. Es para los de cerca y los de lejos, para los que están dentro y también para los que están fuera de nuestras comunidades.
Somos portadores de una esperanza que el mundo necesita, y nuestra misión es llevarla hasta los confines de la tierra, hasta las periferias existenciales del mundo.
Queridos hermanos sacerdotes, en esta misa crismal renovemos juntos nuestras promesas sacerdotales, reafirmemos nuestro amor a Cristo, a la Iglesia y a la humanidad. Abracemos nuestra vocación con renovada alegría y valentía, sabiendo que el Señor camina con nosotros.
Que María, Madre de los sacerdotes, nos inspire a vivir con entrega y generosidad. Que el Espíritu Santo nos llene de su fuerza y nos impulse a seguir anunciando el Evangelio con pasión y fidelidad.
Se puede volver a ver la Misa Crismal AQUÍ
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