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Mantengámonos firmes en
la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo
la promesa (Heb 10, 23)


Carta con motivo de la Cuaresma 2025

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

Si la Cuaresma cada año es peregrinación, este año es una peregrinación en esperanza, la esperanza a la que estamos convocados en este Año Santo, y que ahora nos lleva a recorrer el camino cuaresmal. Es momento de salir y caminar con la certeza de la meta cierta: la Pascua del Señor. La Cuaresma es, cada año, una llamada del Señor a renovar la vida y la fe, y junto a ellas renovaremos también la esperanza y la caridad. Es tiempo de conversión, de vuelta al Señor de la misericordia, es momento de gustar de su perdón que siempre nos invita y nos espera, es un camino de purificación interior y comunitaria.

En este mensaje con motivo de la Cuaresma que dirijo a todos, quiero inspirarme en unas palabras de la carta a los Hebreos, «Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa» (Heb 10, 23).

La esperanza no es una ilusión, ni el fruto de nuestro esfuerzo. No tengo esperanza porque tenga certezas humanas, porque las cosas vayan bien, y yo tenga un carácter optimista. La esperanza cristiana se fundamenta en una promesa, la promesa de salvación de un Dios que es fiel y siempre cumple. Por eso, la esperanza tiene su base en la fe, al tiempo que da como fruto la confianza. Espero porque confío, me fío de Aquel que cumple su promesa. Difícilmente brota la esperanza si no es amparados y guiados por la Palabra de Dios. En estas palabras de la carta a los Hebreos encontramos, por tanto, un fundamento de nuestra fe y una invitación a seguir en el camino de transformación personal y comunitaria.
La Conversión: Llamada a cambiar el corazón.
La palabra conversión, y la invitación a la conversión, aparecerán muchas veces a lo largo de estos días de la Cuaresma. La conversión está inscrita en lo más profundo de la experiencia cristiana. En la vida de fe todo empieza con un encuentro que transforma la vida y le da una nueva orientación. Resuena en el corazón del creyente la invitación de Jesús con la que comienza su predicación evangélica: ¡Convertíos! (Mc 1, 15), es decir, cambia de vida, que el encuentro con el Señor no te deje indiferente, que te afecte y te transforme, que te haga mirar a la meta y te guíe en tu camino de seguimiento. La conversión y la fe son las dos caras de una misma moneda. La conversión, como la fe, es un camino que se prolonga a lo largo de toda la vida.

Muchas veces pensamos que la conversión es un instante, que es una luz o un fuego que te cambia para siempre, sin embargo, la conversión verdadera es un proceso continuo y dinámico que nos llama a dejar atrás aquello que nos aleja de Dios y a abrirnos a su amor misericordioso. Durante la Cuaresma, estamos invitados a reflexionar sobre nuestras vidas, identificar nuestras faltas y debilidades, y tomar decisiones concretas para crecer en santidad. No es un mero cambio superficial, sino una transformación profunda del corazón.

La conversión se da en el corazón. Es el corazón el que se resiste a Dios o el que se adhiere a Él. No se trata de cambiar el pensamiento, ni siquiera nuestro comportamiento, es cambiar el corazón. Dios mismo nos promete: «Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo» (Ez 36, 26). El pecado ha convertido nuestro corazón en un corazón de piedra, duro, insensible, incapaz de palpitar al ritmo del corazón de Dios, ni de latir con el corazón de los demás. Dios nos cambia ese corazón endurecido por un corazón de carne, a semejanza del suyo, un corazón humano capaz de Dios y de los hermanos. Nos recuerda el Papa Francisco que «necesitamos recuperar la importancia del corazón» (DN, 1), «porque la verdadera aventura personal es la que se construye desde el corazón. Al final de la vida contará solo eso» (Ibíd., 11).

La conversión, por otra parte, es una invitación para todos porque todos estamos necesitados de la salvación. Cada día es una nueva oportunidad para volver; como el hijo pródigo, es hacernos conscientes de que hay alguien, un Padre, que nos espera; que debemos bajarnos del pedestal de nuestras seguridades y de los muchos engaños en los que vivimos para volver a la verdad de lo que somos. Somos hijos amados de Dios y nuestra vida debe ser vivida en la dignidad de lo que somos.

El camino de la conversión: ¿cómo recorrerlo?
Para vivir en este camino de conversión sincera y constante siempre es bueno y oportuno poner algunos medios. La Iglesia a lo largo de la historia nos ha ofrecido estos medios, y cada año nos lo recuerda de un modo particular en la Cuaresma. Os recuerdo alguno de ellos:

En primer lugar, el examen de conciencia en un silencio orante y en la reflexión diaria. Preguntémonos: ¿Dónde he fallado en mi relación con Dios

y con los demás? ¿Qué actitudes y comportamientos necesito cambiar?, pero, sobre todo, mirando a Dios y dejándonos mirar por Él, decirle: “Señor,
¿te he agradado hoy con mi vida?” La sinceridad en este examen nos permitirá entrar en nosotros, pero no solos, no en un ejercicio de autocrítica, ni de juicio, sino con la conciencia de estar habitados por su Presencia, que nos hace sentir la necesidad de cambiar, y de darle gracias por su amor y su misericordia.

Para este momento de examen de conciencia es bueno dejarse iluminar, pero ¿cómo hacerlo? Con la Palabra de Dios. Abriendo la Escritura –la Biblia– leer un texto, volverlo a leer, pidiendo la gracia de saber lo que Dios quiere decirnos, y para esto meditarlo, llevarlo al corazón, hacerlo nuestro para que nos enseñe, nos ilumine, nos corrija, nos cambie, nos consuele, en definitiva, para llevarlo a la vida.

La Iglesia que es Madre y Maestra, nos propone un itinerario de meditación de la Palabra, sobre todo, a lo largo de los cinco domingos del tiempo de Cuaresma. Os exhorto a que cada uno lo haga suyo, tanto el mensaje del Evangelio, como el itinerario por la historia de la salvación en la Cuaresma que leeremos en la primera lectura de cada domingo:

En el primer domingo, el Evangelio (Lc 4, 1-13) nos llama a seguir el ejemplo de Jesús, quien, lleno del Espíritu Santo, fue llevado al desierto para ser tentado por el diablo. Esta travesía nos recuerda que también nosotros enfrentamos pruebas en nuestra vida diaria. En el libro del Deuteronomio (Dt 26, 4-10), vemos cómo Dios liberó a su pueblo de la esclavitud en Egipto, guiándolos hacia la Tierra Prometida. Así también nosotros, fortalecidos por la Palabra de Dios, estamos llamados a superar las tentaciones y confiar en su fidelidad.

En el segundo domingo, contemplaremos la Transfiguración de Jesús en el monte (Lc 9, 28b-36), donde su divinidad se manifiesta ante Moisés y Elías, simbolizando la Ley y los Profetas. Y en la primera lectura (Gn 15, 5-12.17-18), recordaremos la promesa de Dios a Abraham, que se cumplirá en la persona de Cristo. Esta visión nos invita a escuchar la voz de Jesús y a renovar nuestra esperanza en la resurrección, a abrir nuestros corazones a la luz de Cristo y contemplar su gloria que transforme nuestras vidas, renueve nuestra fe y fortalezca nuestra relación con Dios.

Al llegar al tercer domingo de la Cuaresma, será la imagen de la higuera estéril (Lc 13, 1-9), la que nos recuerde que la paciencia de Dios es una llamada a arrepentirnos y dar frutos en nuestra vida cristiana. En el libro del Éxodo (Ex 3, 1-8a.13-15), vemos cómo Dios escucha el clamor de su pueblo y envía a Moisés para liberarlos. Así también, el Señor escucha nuestro clamor y nos llama a una vida nueva en Él. No endurezcamos nuestros corazones, sino que respondamos a su llamada con humildad y arrepentimiento, permitiendo que su gracia transforme nuestra vida y dé fruto abundante.

El cuarto domingo nos presenta la conmovedora parábola del hijo pródigo (Lc 15, 1-3.11-32), que revela la infinita misericordia de Dios y su deseo de que todos nos reconciliemos con Él. En el libro de Josué (5, 9a.10- 12), el pueblo de Israel celebra la Pascua en la Tierra Prometida, recordando la fidelidad de Dios a sus promesas. Al igual que el hijo pródigo, somos invitados a volver a casa, a experimentar el amor y el perdón del Padre. No importa cuán lejos hayamos estado, siempre hay un lugar para nosotros en el corazón de Dios.

Finalmente, el quinto domingo, es la figura de la mujer adúltera (Jn 8, 1-11), perdonada por Jesús, la que nos muestra que la misericordia y la compasión de Dios no tienen límites, desafiando a aquellos que la acusan y mostrándonos el camino del perdón. En el libro de Isaías (Is 43, 16-21), el Señor promete hacer algo nuevo, abrir un camino en el desierto y ríos en la estepa. Esta llamada a la renovación nos invita a dejar atrás el juicio y a practicar el perdón, siguiendo el ejemplo de Jesús, y a acercarnos al Señor con un corazón sincero, dispuestos a recibir su misericordia y a extenderla a los demás,

Junto al encuentro con la Palabra de Dios, la Iglesia nos ofrece unas prácticas que nos ayudarán en el camino de conversión: la oración, el ayuno y la limosna.

La oración nos une con Dios y nos da la fuerza para perseverar en nuestro camino espiritual. Aprovechemos este tiempo para intensificar nuestra vida de oración, buscando momentos de encuentro personal con Dios, participando en la Eucaristía y en los sacramentos. El ayuno, por su parte, nos ayuda a desapegarnos de las cosas materiales y a centrarnos en lo esencial, recordándonos nuestra dependencia de Dios.

La limosna nos llama a ser generosos con quienes más lo necesitan, promoviendo la justicia y la solidaridad en nuestra comunidad y entre los hombres.

La Cuaresma es tiempo de mirar a los otros, y reconocerlos como hermanos.
«No nos cansemos de hacer el bien, que, si no desmayamos, a su tiempo cosecharemos», nos dice S. Pablo en su carta a los Gálatas (6, 9).

La conversión siempre pasa por el hermano, nunca lo ignora, ni pasa de largo haciendo un rodeo como el sacerdote o el levita de la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37). La conversión lleva dentro la espiritualidad y el corazón de aquel extranjero que se compadeció del hombre malherido y tirado en el borde del camino, y lo cuidó y curó con «el aceite del consuelo y el vino de la esperanza» (Misal Romano. Prefacio VIII Ordinario) como un verdadero prójimo.

El tiempo de Cuaresma es tiempo propicio para dirigir nuestra mirada a los hermanos, para acercarnos a ellos con humildad, y socorrerlos en sus necesidades. Cuaresma es tiempo propicio para la caridad.

La pobreza es siempre un desafío para cada cristiano en particular, y para toda la Iglesia, como pueblo que sigue los pasos de su Señor. A los pobres siempre los tendremos con nosotros nos anunció ya el Señor Jesús (cf. Mc 14, 7). Es una realidad que nos confronta cada día con tantas pobrezas, con tantas desigualdades, y con el sufrimiento de muchos de nuestros hermanos, lo cual no nos puede dejar indiferentes. A nivel personal, estamos llamados a responder con compasión y solidaridad, actuando con generosidad y compromiso para aliviar el sufrimiento de quienes están en necesidad. Esto implica no solo dar lo que sobra, sino compartir desde nuestro corazón y, a menudo, hacer sacrificios para ayudar a los demás. A nivel eclesial, la Iglesia tiene la misión de ser un faro de esperanza y justicia, promoviendo iniciativas que combatan la pobreza y defiendan la dignidad de cada persona. Esto se traduce en proyectos sociales, educativos y pastorales que busquen la dignidad y el bien de cada hombre y de todo el hombre, proporcionándoles los medios para salir de la pobreza. Como comunidad de fe, debemos trabajar juntos para que no queden atrás y todos puedan experimentar el amor y la misericordia de Dios.

Este será un precioso camino de esperanza que creará esperanza, y al que estamos llamados a ser testigos.

La Esperanza, una luz en medio de la oscuridad.
Lo sabemos, nos lo repetimos, vivimos en un mundo lleno de desafíos y pruebas, pero nuestra esperanza en Cristo nos da la certeza de que no estamos solos. La esperanza cristiana no es una simple expectativa de un futuro mejor, sino una confianza firme en las promesas de Dios. Como comunidad de fe, estamos llamados a ser portadores de esta esperanza, testigos del amor de Dios en medio de las dificultades.

Para ser esos testigos que necesita la Iglesia y el mundo, tenemos que ser hombres y mujeres que confían. No hay esperanza, no la puede haber, sin confianza. La confianza es la raíz de donde brota la fe, el cimiento que la sustenta y la hace perseverar. Espero porque confío. Quisiera volver a decirlo: la esperanza no es un qué, sino un Quien. «Espero en Dios, espero en su palabra» (cf. Sal 130, 5). «Un corazón humano que hace espacio al amor de Cristo a través de la confianza total y le permite expandirse en la propia vida con su fuego, se vuelve capaz de amar a los demás como Cristo, haciéndose pequeño y cercano a todos. Así Cristo sacia su sed y difunde gloriosamente en nosotros y a través de nosotros las llamas de su ardiente ternura. Advirtamos la hermosa armonía que hay en todo esto», nos recuerda Francisco en su última Encíclica sobre el Corazón de Cristo (n. 203).

Por eso, la esperanza nos impulsa a mirar más allá de nuestras circunstancias actuales y a confiar en el plan providente de Dios para nuestras vidas. A pesar de las adversidades, sabemos que Dios tiene un propósito para cada uno de nosotros y que su amor nos sostiene en todo momento. Esta confianza nos permite enfrentar los desafíos con valentía y serenidad.

Y nos constituye en testigos de esa esperanza que brota del amor de Dios; nos llama a ser luces en medio de la oscuridad, ofreciendo consuelo y apoyo a quienes se sienten abatidos. En nuestras familias, lugares de trabajo y comunidades, somos llamados a ser instrumentos humildes de

una nueva vida que es posible, para promover la reconciliación, la paz y la justicia. La esperanza que profesamos debe traducirse en acciones concretas de amor y solidaridad. Como decía el cardenal Van Thuan, testigo ejemplar de la esperanza: «El camino de la esperanza está pavimentado de pequeños pasos de esperanza».

La Cuaresma. Un camino de renovación.
«Mantened un amor intenso entre vosotros, porque el amor tapa multitud de pecados» (1 Pe 4, 8).

Estamos llamados, de modo particular en esta Cuaresma, a realizar un camino de renovación interior, un cambio de corazón, y un camino también de renovación de nuestras vidas. Nuestro actuar debe ser siempre la expresión de lo que hay en el corazón. Una iglesia renovada será el fruto de la renovación interior de los que la formamos. Pidamos al Señor un corazón como el suyo. Con el Papa, pedimos al Señor Jesucristo «que de su Corazón santo broten para todos nosotros esos ríos de agua viva que sanen las heridas que nos causamos, que fortalezcan la capacidad de amar y de servir, que nos impulsen para que aprendamos a caminar juntos hacia un mundo justo, solidario y fraterno» (DN, 220).

Queridos hermanos y hermanas, en esta Cuaresma, os invito a abrazar el camino de la conversión y a fortalecer vuestra esperanza en Cristo. Que este tiempo santo sea una oportunidad para renovar nuestra fe y para experimentar la alegría de vivir en comunión con Dios y con nuestros hermanos.

Que la Virgen María, modelo de fe y esperanza, nos acompañe en este camino cuaresmal y nos ayude a ser fieles a la llamada de su Hijo.
«Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa».

Con mi afecto y la bendición.                                                                                                                                                                                                                     + Ginés, Obispo de Getafe