La vida es el don más grande y más precioso que hemos recibido del Creador. No hay más que mirar a un niño que acaba de nacer para comprobar que la vida es un auténtico milagro. En la existencia del hombre se mezclan perfección con fragilidad dando como fruto el misterio de la vida humana, el misterio del hombre. Este misterio se esclarece a la luz de Cristo que es el modelo y la medida de la humanidad.
Por ello, la memoria de la Encarnación del Hijo de Dios es cada año la oportunidad de detenernos a pensar sobre el valor de la vida y la necesidad de su custodia y promoción. Educar para acoger el don de la vida es una tarea de la Iglesia y de cada cristiano.
Es necesario tomar conciencia y educar sobre el valor de una vida. Con tristeza hemos de reconocer que, muchas veces, la vida no vale nada, tampoco en este mundo desarrollado en el que vivimos. Reducimos el concepto de vida a un elemento más de la naturaleza, o la confundimos con lo que hemos venido en llamar “calidad de vida”, o la hemos expuesto a los vaivenes del pensamiento y a la decisión de los legisladores. Y la vida no puede estar sometida a estos límites siempre empobrecedores, la vida es mucho más, la vida gracia y tesoro.
Pero ¿cómo mostrar de modo convincente que toda vida es valiosa? Sólo cuando se reconoce y acepta el don se descubre la grandeza de la vida. Dar gracias por la vida es el primer paso para valorarla y para amarla. Sí, amarla, porque la vida siempre –y no se me escapó la palabra siempre- es fruto del amor. Amor de los padres, pero incluso si ellos no concibieron por amor, Dios sí creó por amor. Nadie se escapa del amor de Dios, por eso toda vida es sagrada, no sólo la que es fuerte, bella, o útil, sino toda vida es sagrada porque es un don del amor de Dios.
Una visión materialista de la vida y de la felicidad terminan abocando siempre al hombre al sin sentido y al fracaso consumado. Hemos de reconocer que muchas veces educamos a los niños y a los jóvenes sobre un concepto de vida y felicidad que ignora la dificultad, el sufrimiento y las limitaciones. Si tienes problemas, si sufres, si algo no te sale bien, no puedes ser feliz, luego nunca serás feliz, nunca descubrirás la belleza de la vida que va más allá de lo que se ve. La familia es “el lugar primero y privilegiado para educar en la acogida del don de la vida, pues el amor incondicional de la familia permite crecer en la seguridad de ser querido pase lo que pase. ¿Alguien puede imaginar algo mejor que saberse amado incondicionalmente?” (Nota de los Obispos de la Subcomisión de Familia, 2018).
Y junto a la familia, la escuela, la Iglesia, la sociedad. En definitiva, todos; con la palabra y el testimonio hemos de educar para el respeto de la vida, para su promoción, para la denuncia, si fuera necesario, de las agresiones a la vida, especialmente de los más débiles, de los no nacido, de los que están recorriendo el último tramo de la existencia terrena.
Os animo a todos a renovar nuestro compromiso a favor de la vida, de toda vida, y a seguir trabajando por las vidas más indefensas, para que todos podemos vivir con la dignidad con la que hemos sido creador y por la que hemos sido redimidos.
Encomendemos nuestra vida, la vida de todo hombre, al cuidado materno de la Virgen María, para que ella nos haga gustar de la cercanía de su Hijo, el Dios de la vida.
Con mi afecto y bendición.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Getafe