Llegan los días de Navidad. Ante nuestros ojos aparece un año más el Misterio de un Dios hecho hombre por amor a la humanidad. La señal es un niño recostado en un pesebre, acariciado por los brazos de su madre y la mirada de su esposo, José. Lo adoran los pastores, y los Magos de Oriente le ofrecen sus dones, mientras en el cielo se canta la gloria de Dios que es la paz para los hombres. Si nos detenemos un momento para reflexionar comprenderemos lo que es incomprensible, la grandeza del momento y de la escena se nos manifiesta como la presencia del Dios con nosotros. El Dios que nace en Belén es un Dios cercano y amigo, un Dios eterno que entra en la historia asumiendo nuestra condición, incluida la debilidad. Es un Dios que asume nuestra pobreza para enriquecernos con el tesoro de su amor, de su vida.
Al contemplar el Misterio de Belén se hace luz el auténtico sentido de la Navidad, tantas veces oculto entre el ruido de la fiesta y la ansiedad por adquirir bienes materiales para el goce personal; es entonces la cultura del consumo quien marca el ritmo de estas fiestas y dicta cómo hemos de vivirlas, y hasta lo que hemos de comprar. Sin embargo, la Navidad es algo más, es algo diferente, es el momento propicio para hacer silencio y mirar con ojos de niño al Dios que se revela como un niño. Es momento para pedir un corazón humilde y tierno capaz de ir a Belén como los pastores y postrarnos en adoración ante el Hijo de Dios. Es el momento de hacer del mundo un gran Belén donde nace Dios, donde nace para los que lo esperan y para los que no, para los que tienen motivos para la fiesta y para los que no lo tienen, para los pobres y los abandonados, para los corazones heridos y para los que perdieron el sentido a la vida, para los que quieren poner su tienda entre nosotros, pero no los dejamos. Navidad es para todos porque el Niño que nace es de todos.
En esta Navidad quisiera, queridos hermanos y hermanas, que sintierais el abrazo de la Iglesia que se viste de fiesta para recibir al Señor; quisiera poder abrazaros a todos con la paz, la alegría y la esperanza que ha puesto en nuestros corazones el nacimiento de Jesús. Cómo me gustaría que nadie se sintiera extraño o extranjero entre nosotros, entre los que formamos la Iglesia que camina en Getafe.
Esta Navidad es especial para nuestra Iglesia diocesana, la celebramos en medio del Año Jubilar con motivo del Centenario de la Consagración de España al Corazón de Jesús. Este acontecimiento ilumina también la fiesta de Navidad, pues desde el Corazón de Cristo llegamos al corazón de la Navidad.
El Corazón de Jesús entregado por nosotros en la cruz es el mismo que latía en el niño pobre de Belén, el mismo corazón humano que comenzó la gran aventura de amor redentor en el seno de la Virgen de Nazaret. Cómo no pensar con admiración y agradecimiento al mismo tiempo que Jesús en la cruz, en el momento supremo de la entrega, latió y sintió con la sencillez y la inocencia de su corazón de niño, con el corazón de Belén. Como lo adoramos en el pesebre queremos también adorarlo en su corazón traspasado.
La liturgia de estos días nos hace entrar en este misterio de amor y entrega cuando dice: “Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que, conociendo a Dios visiblemente lleguemos al amor de los invisible” (Prefacio de Navidad).
Navidad es un regalo, pero también una oportunidad. Es la oportunidad de abandonar la senda del egoísmo para tomar la de la entrega y el servicio; un buen momento para salir de nosotros mismos, de la comodidad en la que nos hemos instalado, y dejarnos sorprender por Dios y por su amor; es momento de aparcar las divisiones y las rencillas para salir al encuentro del otro con deseos de unidad y de perdón. Es tiempo de soñar que todo puede ser mejor, incluso nosotros, si somos capaces de mirar desde los ojos del Niño de Belén y cambiar el corazón de piedra por uno de carne, de humanidad.
Navidad es presencia, la de Dios, y en Él quiero también hacer presentes a los que viven sumergidos, aplastados, por toda clase de pobrezas y marginación. A las víctimas de la violencia y de la guerra, a los perseguidos por su fe; a los que viven en tierra de nadie, pues dejaron su tierra y sus casas y aquí sólo encontraron muros, los físicos y los del corazón; a los que no tienen para vivir con dignidad - comida, vestidos, medicinas o educación-; a los niños abusados y a los que esclavizamos de cualquier forma, a las mujeres maltratadas; a los que no dejamos nacer y a los que procuramos la muerte disfrazándolo con eso que venimos en llamar “muerte digna”; a los que no tienen trabajo ni la oportunidad de encontrarlo; a los que viven atrapados en las drogas y a los que están privados de libertad; a los que viven solos o con las heridas del amor roto; a los que hemos excluido por el egoísmo o la ambición; a los que viven engañados en la comodidad del tener y no han descubierto la grandeza de su humanidad; a los que buscan y no encuentran, y a los que dejaron la fe por escándalo u omisión; a los que viven sin Dios y lo añoran aun sin saberlo; a los que hemos hecho o se han hecho nuestros enemigos. Que para todos ellos estos días también sea Navidad.
Ahora la mirada es a ella, a la Madre. Le pido que nos mire como mira a Jesús, con ternura y misericordia, que nos acompañe en el camino de la vida y que nos lleve siempre a Jesús, fruto bendito de su vientre. Que la Sagrada Familia de Nazaret, Jesús, María y José, bendiga a nuestras familias.
Os deseo una feliz y santa Navidad.
+ Ginés, Obispo de Getafe