La vocación de todo bautizado es la santidad. Es la meta a la que tenemos que aspirar, y toda nuestra vida es el camino que nos ha de llevar a tan gran meta.
¿Quieres ser feliz?, no he encontrado a nadie que lo niegue. ¿Quieres ser santo?, muchos no se lo han planteado, algunos no saben que es la santidad, por lo que no aspiran a ella; tampoco faltan los que les sabe a rancio y a cosa de curas, pero santidad y felicidad tienen mucho que ver.
El Señor Jesús nos presenta un buen programa de santidad en su discurso de la montaña: las Bienaventuranzas. Son un proyecto de felicidad, de la buena. Dice el Papa Francisco que, a la luz de esta enseñanza, “la palabra feliz, o bienaventurado, pasa ser sinónimo de santo, porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha” (Gaudete et Exsultate, 64).
No es la santidad una cuestión de un grupo de selectos, sino una vocación universal. Santos podemos y debemos ser todos. La simiente de santidad la tenemos por el bautismo, nuestra tarea es dejar que Dios siga haciendo en nosotros, fiarnos de Él, abandonarnos a su voluntad, para que como buen artesano nos vaya moldeando según su designo que es siempre de amor.
Cada uno es santo según su vocación: El sacerdote siendo un buen pastor, la religiosa viviendo con radicalidad la profesión de los consejos evangélicos, los esposos haciendo de su unión un signo del desposorio de Cristo con su Iglesia, los padres en el amor y el cuidado de sus hijos, los solteros consagrando toda su existencia. Se construye el edificio de la santidad en la familia y en el trabajo, en el trato con Dios y en el servicio a los demás, en lo cotidiano, en lo ordinario que se convierte en extraordinario.
La santidad, en definitiva, es una cuestión de amor. La realiza el Espíritu Santo en nuestros corazones, y se desarrolla en el amor que nosotros tenemos a Dios y a los hermanos. El que ama busca el bien del amado, el que ama a Dios busca la santidad para la que hemos sido creados. Recuerdo las hermosas palabras de S. Alberto Hurtado: “si no se hace amar la virtud, no se la buscará. Se la estimará, pero no se la buscará”.
Es verdad, y no sería justo callarlo, que la santidad conlleva cruz. Es natural. Si es identificación con el Maestro, tiene que pasar por la cruz; pero no es menos cierto que la cruz no es motivo de tristeza sino de alegría. Donde reina la santidad siempre hay alegría, es lo que llamamos el “olor de la santidad”. Es la santidad que sólo veremos plenamente realizad en el Cielo, cuando abracemos a Dios con un abrazo eterno.
Solo me queda invitaros: atrévete a ser santo, inunda tu alrededor y el mundo entero con la santidad de tu vida, como ha hecho la Virgen María y tantos santos antes que nosotros.