Queridos diocesanos:
Hace sólo tres meses os escribía sobre el Seminario. La crisis provocada por la pandemia de la COVID-19 hizo que el Día del Seminario se trasladara hasta la solemnidad de la Inmaculada Concepción; os decía en aquel momento que este cambio era la oportunidad de “mirar al Seminario desde los ojos y el corazón de la Virgen”. Este año, volvemos a celebrar la Jornada en la fiesta de San José, que en esta ocasión tiene un sentido especial, conmemoramos el 150 aniversario de su declaración como Patrono de la Iglesia Católica.
El Seminario está puesto bajo su patronazgo para que lo cuide y lo custodie con corazón de padre como lo hizo con Jesús. Por eso, este año al hablar del Seminario queremos mirar a la figura de José para que nos sirva de ejemplo e intercesor en la tarea de la formación de los futuros sacerdotes. A este propósito responde el lema del Día del Seminario de este año: “Padre y hermano, como san José.”
Detengámonos, aunque sea brevemente en la figura de este hombre que hizo de padre de Jesús en la tierra. “Sabemos que fue un humilde carpintero (cf. Mt 13,55), desposado con María (cf. Mt 1,18; Lc 1,27); un «hombre justo» (Mt 1,19), siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios (..) Tuvo la valentía de asumir la paternidad legal de Jesús, a quien dio el nombre que le reveló el ángel: «Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21)” (Francisco. Carta Apostólica Patris Corde, 1).
¿Qué lugar ocupa San José en la vida del Hijo de Dios? Humanamente hablando podemos pensar que la figura de José es de segunda línea en el plan de salvación de Dios, pero no es así; El que hizo de padre de Jesús en la tierra ocupa un protagonismo grande en la historia de la salvación. Fue padre a la sombra del Padre. José cuidó de Jesús y de la familia de Nazaret como hace un padre; con su palabra y su testimonio acompañó el crecimiento de Jesús, ayudándolo así a encontrar la voluntad de Dios y a prepararse para su misión.
Así también, José cuida y custodia cada seminario y de aquellos que en él se forman. Su figura es también importante en la formación sacerdotal porque es el modelo de paternidad para aquellos que tienen que cuidar al Pueblo de Dios con corazón de padre, los sacerdotes.
No podemos olvidar, queridos hermanos y hermanas, la importancia del sacerdote en la Iglesia, lo insustituible de su ministerio, y el bien que sacerdotes santos pueden hacer al pueblo cristiano; para ello es necesario que los formemos, centrados en Dios y al servicio del pueblo que se les confía. La Iglesia necesita de los sacerdotes, por eso, el Señor Jesús nos invita a pedir trabajadores para la mies que es mucha. La Iglesia, y cada fiel cristiano, cumple con el deseo del Señor cuando pide por sus sacerdotes y por las vocaciones al sacerdocio.
El sacerdocio es una gracia inmerecida, Dios llama a quien quiere según su designio de amor, y sólo necesita el sí libre de un hombre. El sacerdocio es un misterio de libertad y amor que se convierte en cauce de gracia para muchas personas.
Un sacerdote tiene como misión mostrar el rostro de Dios, ser instrumento de la presencia salvadora del Hijo, actuar según el Espíritu. Esto sólo es posible porque Dios que llama da la gracia y consagra al elegido, por eso, el sacerdote debe vivir centrado en Dios, contemplando el rostro de Cristo para ser verdadera transparencia del Misterio que transforma al hombre y lo hace partícipe de la vida divina. ¿Cómo se puede mostrar la paternidad de Dios sino a la sombra del Padre? ¿cómo se puede actuar en la persona de Cristo sino viviendo en Él y poniendo la vida en sus manos?
Cuando el sacerdote llega a servir a una comunidad cristiana, lo hace después de una preparación sosegada y profunda, que no sólo es conocimiento humano, aunque éste también sea fundamental, sino experiencia para ser testigo. Un sacerdote lo es por gracia, por el don recibido en la ordenación sacerdotal, pero un sacerdote también se hace; se hace en el seminario y se hace en el contacto con el pueblo santo de Dios al que no va a comunicar unos saberes, sino a hacer presente a Dios mismo.
Ser padre como San José supone renunciar a sí mismo, entrar en el misterio siempre inabarcable de los designios de Dios, es rezar por tu pueblo; es perderse en el mar de la dedicación al servicio de los hermanos, es mostrar el rostro del amor y la misericordia. Ser padre es cuidar y custodiar al pueblo por el que se está dispuesto a dar la vida, es conocer y comprender, es compadecerse; es amonestar y conducir con paciencia el paso al ritmo de cada uno, porque no estamos hechos en serie; es, en definitiva, hacer que tu palabra y tu mirada reflejen la palabra y la mirada de Cristo, buen pastor de nuestras almas.
El sacerdote es también hermano llamado a guardar al hermano. Cada día escucha la palabra de Dios: “¿dónde está tu hermano?” El sacerdote debe ser como el buen samaritano que cura las heridas del corazón del hombre, las heridas físicas, pero también las morales y espirituales. Nuestros hermanos necesitan de la palabra y la compañía acogedora del sacerdote para recibir el perdón de Dios, para poder depositar su camino de fe en el corazón del que escucha como Dios escucha, para acompañar la fragilidad. El sacerdote no puede excluir a nadie porque en el corazón de Dios nadie es excluido. El sacerdote es servidor como Cristo, y el servicio es “cuidar a los frágiles de nuestras familias, de nuestra sociedad, de nuestro pueblo […], y el servicio siempre mira el rostro del hermano, toca su carne, siente su projimidad y hasta en algunos casos la “padece” y busca la promoción del hermano” (Francisco, Fratelli tutti, 115).
Para que todo esto sea una realidad existe el Seminario, por el que debemos rezar, por el que debemos preocuparnos, y al que debemos ayudar. Encomiendo nuestro Seminario, mayor y menor, al corazón maternal de María y al cuidado paterno de su esposo José.
Con mi afecto y bendición.
+ Ginés, Obispo de Getafe