Getafe, 28 de marzo de 2021
La memoria de la entrada de Jesús en Jerusalén, junto con la lectura de la pasión, nos introducen en los misterios que celebraremos en estos días. Jesús entra en Jerusalén para entregar la vida, para cumplir con su misión de salvación, y nosotros seguimos sus pasos, caminamos a su lado hasta la cruz.
Podemos decir con S. Andrés de Creta en uno de sus sermones: “Venid, y al mismo tiempo que ascendemos al monte de los Olivos, salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy de Betania y, por propia voluntad, se apresura hacia su venerable y dichosa pasión, para llevar a plenitud el misterio de la salvación de los hombres”.
El seguimiento de Cristo, signo de identidad de todo cristiano, adquiere en este momento una profundidad especial. La rebeldía ante la condena del justo, el dolor por el trato vejatorio e inhumano, el rostro sufriente de Jesús, su entrega por amor, despiertan en cualquier corazón la solidaridad espontánea, una solidaridad que no es puro lamento sino deseo de identificación, como dice S. Pablo: tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (cfr. Fil 2,5).
No se trata, queridos hermanos, de ser espectadores de lo que contemplaremos en estos días, sino de sentirnos verdaderos sujetos en la pasión, muerte y resurrección del Señor, de vivir en nosotros lo que celebramos en la fe. La pasión de Cristo nos afecta, nos toca, porque todo esto que vemos tiene un destinatario: cada uno de nosotros. Lo hizo por nosotros, lo hizo por amor. En Cristo estamos todos, y su pasión y su cruz es la nuestra, sabemos que yendo con Él alcanzaremos el gozo de la resurrección.
1. Los dos textos evangélicos que acabamos de proclamar según el evangelio de Marcos –la entrada a Jerusalén y la pasión- encuentran un trasfondo especialmente bello en el himno de la carta a los Filipenses que también acabamos de escuchar. S. Pablo en este texto señala cuál es el camino que Dios sigue para salvarnos; frente a la tentación de un cristianismo que triunfa en lo humano, que es reconocido por todos y tiene éxito, nos recuerda que Cristo no hizo alarde de su categoría de Dios, no se aferró a la gloria, por el contrario, se despojó de su rango para asumir lo humano, para ser siervo. Jesús no representa, no es un actor, es verdaderamente hombre. Dios toma nuestra carne y asume nuestra condición hasta las últimas consecuencias, y no deja la escena cuando llega la dificultad, no; comparte lo más duro de nuestra condición, la vulnerabilidad, el fracaso, la nada, llega hasta la muerte, y no cualquier muerte, una muerte de cruz; pasa por el modo más infame de la muerte, morir sin compañía, morir sin esperanza, morir en el silencio de Dios. Dios no juega con el hombre, Dios nos salva. Este modo de existir de Cristo asumiendo nuestra humanidad nos muestra la grandeza de la divinidad, que no existe en beneficio propio, sino en el nuestro.
Está claro que nuestro Dios es un Dios compasivo, un Dios capaz de compadecerse del extravío de los hombres. Solo se compadece el que ama, solo se entrega la vida por amor. A Dios se le vence por amor, y el Hijo ha vencido en el amor con el que nos ha amado; dice S. Pablo: “por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre”. Porque llegó a la plenitud del amor en la entrega fue exaltado y glorificado. Llama la atención, siguiendo este himno, que es Cristo quien se despoja, pero es Dios quien exalta. Identificados con Cristo, nosotros hemos de vivir la experiencia del despojo de nuestras seguridades, de nuestros logros, de nosotros mismo, para que sea Dios quien nos exalte como al Hijo. Es una lección para nosotros: la felicidad no está en evitar y protegerse contra el sufrimiento, sino en vivir la plenitud del amor en la entrega; no se salva el que se guarda, sino el que da la vida.
En esta época que vivimos de tanto sufrimiento, de tantas incertidumbres que nos hacen dudar, que nos atemorizan, hemos de acoger esta Palabra de Dios como esperanza, como anuncio del camino de la salvación. No te guardes, nos dice el Señor, entrégate.
2. La comunidad cristiana a quien escribe S. Marcos su evangelio está viviendo un momento de crisis en su fe, la realidad que los rodea contradice su imagen mesiánica de triunfo y espectacularidad, y en esta visión de la misión de Cristo no entra la cruz. Sin embargo, el evangelio insiste, es en la debilidad, en el aparente fracaso donde se realiza el mesianismo de Jesús. De hecho, será un pagano, el centurión romano, el que confesará al Crucificado como Hijo de Dios en el momento de la muerte.
Pensemos, queridos hermanos, en esto. En los momentos en los que he fracasado como hombre, como esposo, como padre, como hijo, en mi trabajo, entre mis amigos, el sentimiento que me embarga es de impotencia, de estar en una situación sin salida, hasta de vergüenza por la propia debilidad. Además, ¿cómo miramos a los fracasados que conocemos, a los fracasados de la humanidad?, quizá con lástima, quizá con indiferencia. Pues recuerda y no olvides que es en la cruz, en la historia de un fracaso, donde se revela la verdadera identidad de Cristo, donde se realiza nuestra salvación. La cruz signo de debilidad es también signo que manifiesta la gloria de Dios. Nosotros predicamos a Cristo crucificado, dice S. Pablo (cfr. 1Cor 1,23).
La Iglesia, y cada uno de nosotros, hemos de anunciar a este Cristo crucificado, y gloriarnos en Él. No caigamos en la tentación de avergonzarnos de la cruz de Cristo, no la neutralicemos con maquillajes o sublimaciones teológicas. No se trata de buscar estrategias, o palabras llenas de sabiduría para explicar el misterio de la cruz; no hagamos ineficaz la cruz de Cristo (cfr. 1Cor, 1,17) que tiene un mensaje y un lenguaje: el amor. Por amor, por ti, por pura gracia.
Hemos de mirar la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por las escenas que contemplamos. “Cristo murió gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento de dificultad. Hermanos y hermanas: ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia los pecadores, los últimos, los olvidados?” (Papa Francisco. Homilía en el Domingo de Ramos, 2018).
3. La Semana Santa nos lleva hasta los últimos acontecimientos de la vida terrena de Jesús, al mismo tiempo que nos revela el sentido más profundo de su encarnación: el Hijo de Dios se ha hecho hombre para salvarnos. La encarnación llega a su plenitud en la Pascua, de aquí que pidamos hoy al Señor “aprender las enseñanzas de la pasión y participar de la resurrección gloriosa” (Oración Colecta).
Hay dos sentimientos que deben anidar hoy en nuestro corazón: la alabanza, como hicieron aquellos hombres y mujeres que recibieron y aclamaron a Cristo en su entrada en Jerusalén, y el agradecimiento por la entrega del Hijo que se renueva sacramentalmente cada año, cada día, con un amor eterno. ¿Cómo corresponder a Dios ante tanto don recibido? Pues con el don de nuestra propia vida, de lo que somos y tenemos, de nuestro tiempo. Nuestra oración, nuestra comunión con Cristo, nuestra participación en las celebraciones son expresión de esa correspondencia al bien recibido.
Con qué belleza y profundidad expresa el hermano Rafael, S. Rafael Arnaiz, este sentimiento de desproporción y agradecimiento ante la cruz de Cristo, ante la inmensidad de tanto amor:
“¡Oh! ¡la Cruz de Cristo! ¿Qué más se puede decir? Yo no sé rezar… No sé lo que es ser bueno… No tengo espíritu religioso, pues estoy lleno de mundo… Sólo sé una cosa, una cosa que llena mi alma de alegría a pesar de verme tan pobre en virtudes y tan rico en miserias… Sólo sé que tengo un tesoro que por nada ni por nadie cambiaría…, mí cruz…, la Cruz de Jesús. Esa Cruz que es mi único descanso…, ¡cómo explicarlo! Quien esto no haya sentido…, ni remotamente podrá sospechar lo que es. Ojalá los hombres todos amaran la Cruz de Cristo… ¡Oh! si el mundo supiera lo que es abrazarse de lleno, de veras, sin reservas, con locura de amor a la Cruz de Cristo… Cuántas almas, aun religiosas, ignoran esto… ¡qué pena! Cuánto tiempo perdido en pláticas, devociones y ejercicios que son santos y buenos…, pero no son la Cruz de Jesús, no son lo mejor…”
Pidamos, queridos hermanos, la intercesión de María. Que nos enseñe a contemplar a Jesús como ella lo hace, a guardar su palabra en el corazón como ella la guarda, y a seguirlo como discípulos hasta la cruz, sin desfallecer.
+ Ginés García Beltrán
Obispo de Getafe