Homilía en la Misa Crismal de la Misa Crismal 2022
Getafe, 12 de abril de 2022
Os saludo a todos los que habéis venido desde los distintos lugares de la diócesis para celebrar junto con el Obispo esta Misa en la que van a ser bendecidos los santos oleos de catecúmenos y de los enfermos, junto al Santo Crisma. En esta celebración los sacerdotes también renovaremos las promesas sacerdotales ante vosotros, pueblo santo de Dios.
Cada año la Misa Crismal nos acerca a nuestra vocación original, común a todo el Pueblo de Dios, la vocación bautismal, y para alguno de nosotros, a la vocación al sacerdocio ministerial; si la primera, la vocación bautismal, nos configura como hijos de Dios y cuerpo de Cristo, por la acción del Espíritu Santo que habita en nosotros, haciéndonos testigos del Señor en la Iglesia y en el mundo, la vocación al ministerio ordenado nos configura particularmente con Cristo Cabeza y Pastor de la comunidad. Ambas llamadas, que se ordenan la una a la otra, encuentran en la Eucaristía la manifestación más clara y más plena de su razón de ser.
En la celebración eucarística se manifiesta como en ningún otro momento la realidad de un pueblo “reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo” (S. Ciprino, citado en LG 4), verdadero icono de la Trinidad Santa. La unidad que nos otorga el mismo bautismo se expresa en la diversidad de carismas y ministerios que muestran la riqueza, profundidad y hermosura de la Iglesia. Por eso, esta celebración de la Misa Crismal es una manifestación clara de la Iglesia, que reunida en Asamblea y presidida por el Obispo junto a sus presbíteros, eleva como pueblo santo su alabanza a Dios ofreciendo el sacrificio de Cristo por la salvación de los hombres.
1. Al hablar de la vocación a la que todos hemos sido llamados, aparece consiguientemente el hecho de la unción del Espíritu Santo que nos consagra como hijos de Dios, y, en algunos casos, como continuadores del sacerdocio de Cristo. La Palabra de Dios nos hablaba de esta unción. El profeta Isaías hablaba de la presencia del Espíritu del Señor que lo ha ungido; y el mismo Señor en el Evangelio, leyendo esta misma profecía, la ve realizada en su persona, pues “hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”.
En toda la historia de la salvación, el signo de la unción con el óleo ha sido un medio de consagración. Esta unción, en el Antiguo Testamento, ha prefigurado la plenitud del signo que se realizará en Cristo, ungido por el Espíritu Santo, y proclamado como el Hijo Amado; también nosotros por la resurrección del Señor, recibimos la unción que nos consagra como hijos y herederos de Dios. La unción del Espíritu Santo se derrama sobre toda la Iglesia enriqueciéndola con sus dones para ser testigo y sacramento del amor de Dios en medio del mundo.
Y es que toda consagración, como nos dice la Escritura, es en orden a una misión; nadie recibe una vocación para sí mismo, toda vocación es en función y al servicio de una misión. La primera misión de todo cristiano es la gloria de Dios. Todos hemos sido creados y consagrados para dar gloria a Dios, y como nos recuerda S. Ireneo “la gloria de Dios consiste en que el hombre viva”, y añade, “y la vida del hombre consiste en la visión de Dios” (Tratado contra las herejías). Toda consagración y misión en la Iglesia tienen como fin la visión de Dios, es decir, ver a Dios en todo, sin dejar de mirar al Cielo, donde está nuestra patria definitiva.
La consagración, y la consecuente misión que hemos recibido, ya sea la que nace de la fuente del bautismo, como la que nace de una llamada particular –sacerdocio, vida consagrada, matrimonio o laicado en general-, nos capacita para actuar desde Dios y unidos a Él, y lo hacemos como Cuerpo de Cristo, unidos a nuestra cabeza. De aquí la necesaria unidad y armonía para expresar lo que realmente somos, unidad que se ve enriquecida por la variedad de los carismas y ministerios que embellecen el rostro y la vida de la Iglesia.
De aquí la importancia de la llamada del Papa a hacernos conscientes y a expresar la naturaleza sinodal de la Iglesia. Esta llamada no es el fruto de una estratega pastoral, ni del mero deseo de renovación de la Iglesia, es mucho más; por eso la respuesta a esta llamada del Sucesor de Pedro tampoco puede depender del criterio teológico de cada uno, o de la particular visión de la pastoral. Quiero hacer una invitación a todos, especialmente a los sacerdotes, a acoger con confianza y en la obediencia de la fe este camino sinodal al que estamos convocados. Cito una vez más a S. Ireneo, en el mismo Tratado contra las herejías, cuando dice: “porque donde hay orden allí hay armonía, y donde hay armonía allí todo sucede a su debido tiempo, y donde todo sucede a su debido tiempo allí hay provecho”.
2. El Espíritu que nos consagra nos llama a la misión, como ya hemos dicho. La misión de todos los bautizados, como la misión de la Iglesia, es evangelizar. “La Iglesia existe para evangelizar”, nos decía S. Pablo VI, “es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa” (EN, 14). La evangelización busca llevar la fe en Jesucristo al corazón del hombre, intenta propiciar el encuentro del hombre con Dios, no como teoría, sino como experiencia vital. Del hombre de fe nacerá la esperanza, y también la caridad; si se muere la fe desaparecerá la caridad y la esperanza será una ilusión. Hoy mucha gente alaba la caridad de los cristianos, de la Iglesia, pero me pregunto, ¿sobrevivirá esta caridad en favor de los hermanos, especialmente de los más pobres, si dejamos morir la fe en las nuevas generaciones?
Ante el desafío de la evangelización, de las dificultades que tenemos hoy para transmitir la fe, algunos se consuelan pensando que el problema es la realidad sociocultural actual –secularización y laicismo, la cultura líquida que no tiene nada por consistente, las condiciones políticas, etc.- pero aun siendo esto verdad, no es suficiente. Hoy no es más difícil evangelizar que en otras épocas, es diferente, y exige de nosotros ser fieles al mensaje que hemos recibido, al depósito de la fe, y transmitirlo con nuevo ardor, nuevos métodos, nueva expresión, como nos decía S. Juan Pablo II.
El Papa Benedicto XVI, al comienzo del sínodo sobre la evangelización, presentaba a la Iglesia el desafío de la evangelización, y decía: “Evangelizar es tener el fuego de Dios dentro y encenderlo con valor en el mundo (..) Se es evangelizador si se tiene en el corazón la conciencia de que es Dios quien actúa en la Iglesia y si se tiene una pasión ardiente de comunicar a Cristo al mundo”.
Queridos hermanos, hoy estamos llamados a anunciar la verdad sobre Dios que se ha manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro; a transmitir el agua limpia del mensaje evangélico, ciertos que sólo en Él está la salvación, que en el mensaje que nos anuncia la Iglesia está la verdad y el sentido sobre el hombre y el mundo. Hace poco he leído una reflexión que me ha interpelado, decía: “¿Acaso será tan poco atractivo el bien que nos hace falta jugar con el miedo al mal?” (Adrien Candiard. La libertad cristiana, p. 67). ¿Por qué tenemos que anunciar defendiéndonos?, ¿no es suficiente anunciar el bien con convicción y pasión, con humildad?, ¿no tiene fuerza el bien para luchar contra el mal, el error, y hasta la muerte? Dice S. Pablo que en Él lo podemos todo porque en Él hemos vencido; “aprendamos de los santos que nos han precedido y enfrentaron las dificultades propias de su época” (EG, 263).
3. En la misión de la Iglesia, los sacerdotes ocupan un lugar muy importante, pues hacen presente al Señor en medio de la comunidad como Maestro, Sacerdote y Siervo.
Este ministerio que nació el primer jueves santo de la historia, y que nació de la voluntad y del corazón del Cristo, está llamado a perpetuarse hasta el final de los tiempos. Nosotros, que lo hemos recibido graciosamente, y a pesar de nuestras debilidades, queremos renovarlo cada día. Hoy lo haremos de un modo solemne y público ante la asamblea de la Iglesia, y ante el Obispo que nos recuerda el momento de nuestra ordenación sacerdotal. Por ello, quiero detenerme en el significado de esta renovación de las promesas sacerdotales, y lo hago desde el agradecimiento más profundo al Señor por el don inmerecido de nuestro sacerdocio, y también desde el agradecimiento a tantos hermanos que cada día dejan su vida en el ejercicio de ministerio sacerdotal.
Quiero tener muy presentes a los hermanos sacerdotes ancianos y enfermos, son también para nosotros el rostro y la carne herida de Cristo sacerdote; su vida, su testimonio, y su modo de ejercer el ministerio –porque un sacerdote nunca deja de serlo- son preciosos para nuestra diócesis y para la Iglesia. Hago presentes con especial afecto a los hermanos sacerdotes que están fuera de la diócesis. en países lejanos o en otros lugares de España; los sentimos muy cercanos, y sabemos que son la presencia de la diócesis de Getafe en la Iglesia universal. Tampoco quiero olvidar a los sacerdotes que pasan por alguna prueba espiritual, moral o vocacional, los queremos rodear con nuestra oración y nuestro afecto, al tiempo que nos gustaría acompañarlos. Juntos formamos un Presbiterio, una fraternidad que es don, y es sacramental porque nace del sacramento, y no de nuestro deseo o sentimiento.
La renovación de las promesas sacerdotales nos devuelve siempre al amor primero. Necesitamos volver al amor primero para experimentar el gozo de sentirse elegido, preferido, amado; a ese momento en que no nos importó dejarlo todo porque habíamos encontrado el tesoro, el momento en que las renuncias eran gozosas. Todo eso, queridos hermanos sacerdotes, sigue ahí, en tu corazón; puede que la vida, las dificultades y hasta la inercia de lo cotidiano lo hayan ocultado a tu vista, pero ese primer amor está porque Dios es fiel, porque no se arrepiente de la llamada; basta que limpies tu corazón para que vuelva a aparecer el amor primero. Recordemos: La configuración con Cristo es el presupuesto y la base de toda renovación. Por eso, ahora dile al Señor, sigue configurándome contigo y mi vida se renovará cada día.
Queridos hermanos sacerdotes, permitidme que lo repita, siento que el Señor me llama a ello: no perdáis la intimidad con el Señor. Los problemas más graves de nuestra vida sacerdotal no vienen de fuera, viene de dentro, es la falta de intimidad con el Señor, el descuido de la oración, el poner toda nuestra fuerza en una actividad que se hace activismo. Hace unos años el Papa Benedicto XVI nos decía en una Misa Crismal: “El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida”.
Cuando la referencia de mi vida no es Cristo, aunque lo revista de buenas intenciones y de una intensa vida apostólicas, iré sintiendo, poco a poco, que no tengo horizonte, y es que he perdido la fuente. No se trata, queridos hermanos, de hacer muchas cosas, pero las que yo elijo y quiero, sino de hacer la voluntad de Dios, hacer lo que Dios quiere, y a esto se llega a través de la obediencia del corazón, y no sólo de la obediencia canónica.
La falta de vida interior puede tener otra consecuencia en nuestra vida: la ausencia, incluso el rechazo práctico, de la comunión. Necesitamos de la comunión porque necesitamos del hermano, porque necesitamos del padre. La comunión no está sólo en asistir a unos actos, es mucho más; es vivir los hermanos unidos, compartir lo que el otro piensa, lo que vive, sus gozos y sus sufrimientos, es dejarme enriquecer por el otro, es aceptar la diversidad, es incluso el derecho a discrepar, sin que esto enturbie el amor mutuo. La fraternidad es un don.
En los últimos tiempos la condición sacerdotal se ha visto zarandeada por el comportamiento impropio y escandaloso de algunos hermanos sacerdotes. Hemos sentido dolor, impotencia y vergüenza por estos hechos. En este sentido son iluminadoras las palabras del Papa Francisco en la Misa Crismal del pasado año cuando afirma: “Es verdad que hay algo de la Cruz que es parte integral de nuestra condición humana, del límite y de la fragilidad. Pero también es verdad que hay algo, que sucede en la Cruz, que no es inherente a nuestra fragilidad, sino que es la mordedura de la serpiente, la cual, al ver al crucificado inerme, lo muerde, y pretende envenenar y desmentir toda su obra. Mordedura que busca escandalizar, esta es una época de escándalos, mordedura que busca inmovilizar y volver estéril e insignificante todo servicio y sacrificio de amor por los demás. Es el veneno del maligno que sigue insistiendo: sálvate a ti mismo (Francisco. Misa Crismal 2021). Pidamos que esta situación que vivimos sea una llamada a vivir nuestro sacerdocio con fidelidad, hondura y entrega.
4. No quiero terminar estas palabras sin mirar a Ucrania y a todos los lugares de la tierra que sufren el azote de la guerra. Que Dios toque el corazón de los hombres para que se arrepientan de la violencia y abracen el gran don de la paz.
Virgen María, Madre de la Iglesia y madre de los sacerdotes, “que a través de ti la divina Misericordia se derrame sobre la tierra, y el dulce latido de la paz vuelva a marcar nuestras jornadas. Mujer del sí, sobre la que descendió el Espíritu Santo, vuelve a traernos la armonía de Dios. Tú que eres “fuente viva de esperanza”, disipa la sequedad de nuestros corazones. Tú que has tejido la humanidad de Jesús, haz de nosotros constructores de comunión. Tú que has recorrido nuestros caminos, guíanos por sendas de paz” (Consagración del papa Francisco de Ucrania y Rusia al Inmaculado Corazón de María, 2022). Amén.
+ Ginés, Obispo de Getafe