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HOMILÍA EN LA ORDENACIÓN DE PRESBÍTERO Y DIÁCONO

Getafe, 12 de octubre de 2023

Queridos hermanos en el episcopado. Saludo con afecto a D. José Ma, nuestro obispo auxiliar, y a D. Joaquín, mi antecesor en esta Sede de Getafe.
Queridos hermanos sacerdotes; Sr. Vicario general y Vicarios episcopales.
Querido Sr. Rector del Seminario y equipo de formadores.
Querido hijo, Miguel Ángel, que hoy recibes el don del sacerdocio ministerial. Y a ti,
querido José Luis, que recibes la gracia del diaconado. Queridos diáconos y seminaristas.
Queridos consagrados y consagradas.
Queridos padres, familiares y amigos de los ordenandos. Hermanos y hermanas en el Señor.

“Reaviva el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos” (2 Tim 1,6).

1. Las palabras del apóstol San Pablo a su discípulo Timoteo, nos recuerdan en el contexto de esta celebración en la que van a ser ordenados presbítero y diácono dos hermanos nuestros que la vocación es un don, como lo es también la consagración y el envío a la misión.

En el origen de todo siempre hay un don, porque todo es don, todo lo hemos recibido. Don es la vida y la fe, don es la llamada y don la respuesta. Por eso, San Pablo le pide a Timoteo que reavive el don que ha recibido, es decir, que se haga consciente de ser beneficiario de la gracia recibida por la imposición de manos, y que ha cambiado su vida configurándolo más estrechamente con Jesucristo, cabeza, pastor y siervo, al tiempo que lo ha hecho instrumento de la salvación de Dios. Pero no solo esto, reavivar es hacer vida, renovar la vida, vivir con intensidad, volver constantemente a la primera llamada, al primer amor. Reavivar es no dejar que esa vida se muera, se conforme con sobrevivir, o se acostumbre hasta perder la pasión. Reavivar el don es, en definitiva, redescubrir por quién estoy aquí.

La vocación no es conquista humana, como la consagración mediante la imposición de manos del apóstol no es el premio a unos méritos, ni el reconocimiento de las cualidades humanas de alguien. La vocación esconde el misterioso plan de Dios para salvar a los hombres. El relato de la vocación del profeta Jeremías nos ha recordado que el designio de Dios es eterno, pues “antes de formarte en el vientre, te elegí”, y “antes de que salieras del seno materno, te consagré”. Además, Jesús llamó a sus discípulos porque Él quiso, para que estuvieran con Él, para enviarlos (cfr. Mc 3,13). Reconocer cada día esta verdad que nos envuelve, y con la que muchas veces, incluso, tenemos que luchar es una condición para no dormirnos, para no acostumbrarnos a esta gracia especial, sino para vivirla como reiterada novedad, como fuente de agua fresca que llega virgen a nosotros cada día. Hemos de hacer de la vida y del ministerio una memoria agradecida, esto nos ayudará a vivir con alegría e ilusión. Para eso le pedimos al Señor, como hemos hecho en la oración colecta, que derrame sobre su Iglesia el “espíritu de piedad y fortaleza”.

Esta verdad sirve para nosotros, ministros ordenados, pero sirve también para todos, queridos hermanos. La vida no es un problema, sino un regalo; la fe no es un problema, sino un don. Os confieso que me entristece comprobar cómo en muchas ocasiones nuestros pensamientos, incluso nuestros juicios y conversaciones están más centrados en los problemas de la Iglesia que en el don que supone creer, y en el gozo de poder transmitir el tesoro de la fe que hemos recibido, y que tantos de nuestros contemporáneos es lo que esperan de nosotros.

Aunque la tarea no es siempre fácil, el camino es ilusionante, bastaría repetir con San Pablo: “Sé de quién me he fiado” (2 Tim 1, 12). Preguntémonos, queridos hermanos, ¿me fío de verdad del Señor?, pues si te fías del Señor, aunque tu confianza sea débil, llévala a tu corazón y actúa con la convicción que el que te ha llamado es fiel y cumplirá su promesa en ti. Quizás uno de nuestros grandes pecados, queridos hermanos, sea la falta de confianza en el Señor, que es falta de confianza en su amor y en su misericordia, falta de confianza en su presencia y en su guía providente.

Queridos Miguel Ángel y José Luis, confiad siempre en el Señor, en toda circunstancia, en cualquier dificultad, cuando llegue la oscuridad, o surja la duda; cuando os sintáis pobres y débiles. Confiad en el Señor que es fiel y llevará adelante su obra en vosotros. Basta que repitáis con los labios y, sobre todo, con el corazón: “Sé de quién me he fiado”, y vendrá a vosotros la paz que solo Dios puede regalar a nuestro corazón, y la alegría que nace de la experiencia de ser amado por Dios. Estamos llamados a reavivar el don que hemos recibido mediante la confianza en la fidelidad de Dios. Dios no se desdice, Dios no se equivoca, y “el que comenzó en ti la obra buena, Él mismo la llevará a su término” (Fil 1, 6).

2. Es esta experiencia del amor de Dios la que vivió San Pedro, junto al lago de Tiberíades, en el diálogo con el Señor Resucitado. Jesús viene a curar con su amor la herida del corazón de Pedro. La herida duele, pero el amor cura.

Pedro se siente sacudido por la triple pregunta del Señor: “Pedro, ¿me amas más que estos?” (Jn 21, 15). Cada pregunta lo devuelve al escenario de la negación, y le recuerda la debilidad de su amor. La respuesta es la de un corazón humillado: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Es hermoso comprobar que es desde esta herida del corazón de Pedro de donde nace el encargo del pastoreo, el ministerio del apóstol. Si nos paráramos a pensar en esta verdad que nos envuelve cada día: desde el amor débil y herido de mi corazón, el Señor me encarga ser pastor de su pueblo, hacerlo presente, actuar en su persona. No es nuestra fortaleza lo que atrae al Señor, sino nuestra debilidad en la que nos hace fuertes.

Es fácil imaginar lo que en aquel momento por el pensamiento de Pedro viniera aquel día, también junto al lago, cuando estaba recogiendo las redes, y Jesús pasó a su lado, lo llamó y le dijo: “desde ahora serás pescador de hombres” (cfr. Lc 5,10). Y él inmediatamente, dejándolo todo, lo siguió. Jesús le cambió la vida, pero quizás entonces no comprendió bien el alcance de esa llamada; ahora, con el tiempo, con tantas experiencias vividas con Jesús, ha llegado al centro de la vocación, ahora comprende lo que supone dejarlo todo y seguir a Jesús. Ahora ha aprendido que el seguimiento es también compartir el destino del Maestro, “otro te ceñirá” (Jn 21, 18).

Jesús, en el nuevo horizonte de la Pascua, ha querido rehabilitar a Pedro, y, de alguna manera, le ha dicho: yo sabía quién eras cuando te elegí, conocía tu corazón, tus debilidades, ahora las conoces tú también; y me sigo fiando de ti, y te encargo el cuidado de mis ovejas. Sígueme hasta el final.

Preciosa lección para nosotros, queridos hermanos sacerdotes, para vosotros, queridos ordenandos, pero también para todos, queridos hermanos y hermanas. El Señor nos conoce, no nos llama por casualidad, Él tiene un proyecto de amor para con nosotros. Nos encarga el cuidado de su pueblo, la propiedad más valiosa que tiene, y la pone bajo nuestro pastoreo. Se fía de vosotros, queridos hijos. Vuestro “Aquí estoy” es la única condición con la que quiere contar para consagraros y enviaros.

El ministerio que hoy recibís cambia vuestro ser, y tiene que cambiar vuestra vida. La configuración con Cristo no es un añadido instrumental, sino un cambio radical de vosotros mismos. Es una llamada a la santidad que santifica a los hermanos. Diremos en la plegaria de ordenación del presbítero: “Renueva en su corazón el espíritu de santidad”. Es decir que en la consagración del elegido está también la fuente y el medio de su santificación, fin de toda la vida cristiana. En este sentido el Decreto conciliar sobre el ministerio y vida de los presbíteros nos ofrece una síntesis rica y alentadora sobre la «vida espiritual» de los sacerdotes y sobre el don y la responsabilidad de hacerse «santos»: “Por el sacramento del Orden se configuran los presbíteros con Cristo sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del Orden episcopal (...) Los sacerdotes están obligados de manera especial a alcanzar la perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano” (PO, 12).

3. La configuración con Cristo nos pone al servicio del Pueblo Santo. No existimos para nosotros mismos; cualquier acción sacerdotal es para el servicio de los demás, aunque sea la acción más íntima o privada, aunque sea la del sacerdote anciano o enfermo que ofrece el don de su vida desde el silencio de su lecho. Todo es del Señor para la misión. Se trata de una verdadera enajenación, ya no te perteneces. Ahora todo lo que eres y lo que tienes es suyo y para la misión que se te confía. Esta disponibilidad te hace libre, y te introduce en la paradoja del amor, pues “quien quiera salvar su vida la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará” (Mt 16,25).
 
Ir libre a la misión, con un corazón indiviso, con una voluntad rendida a la voluntad de Dios que habla a través de las mediaciones humanas, con la pobreza del que nada tiene, pero todo lo puede en Él. Es difícil ir a la misión con condiciones o ataduras, pues al final, o te pesarán las ataduras, o te pesará la misión. Vosotros sed, como nos dice el Papa, “evangelizadores con espíritu”, es decir, “evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo” (EG, 259). Esto quiere decir, evangelizadores que oran y trabajan. Nunca pongáis como excusa el trabajo para no orar, ni la oración para no trabajar. Haced de vuestro corazón la unión de Marta y María. Y no caigáis en la queja de las condiciones o el ambiente en el que vivimos, “la primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo más” (EG, 264).

El pueblo santo que nos es encomendado debe ser algo nuestro, hemos de amarlo como Dios lo ama, y para eso hemos de mirarlo como Dios lo mira, sin juicios ni prejuicios. Estamos llamados a ser padre de todos y al servicio de todos, y si con algunos tenemos una cercanía especial que sea con los pobres, como haría cualquier padre con sus hijos; “Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás” (EG, 270).

Y en relación con el mundo, “se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1Pe 3,16)” (EG, 271). Y al mismo tiempo, como nos ha recordado el apóstol con fortaleza, amor y templanza, y no con cobardía (cf. 2 Tim 1, 7).

4. Queridos Miguel Ángel y José Luis, la Providencia ha querido que hoy recibáis juntos el orden sagrado, uno en el grado de los presbíteros, y el otro en el de los diáconos. Os conocéis desde niños y juntos habéis crecido en la fe y habéis madurado vuestra vocación hasta llegar aquí. Los dos habéis vivido en el marco de nuestra Catedral, en la parroquia de Santa María Magdalena, comunidad que ha sido testigo de vuestra vida y vuestra vocación. Damos gracias a Dios por ello, y le pedimos que la Iglesia Madre de esta Diócesis siga siendo semillero de nuevas vocaciones.

Pero el hecho de vuestro origen común también debe ser para nosotros un signo de la esencial unidad y fraternidad de nuestro Presbiterio diocesano. Un sacerdote, como un diácono, nunca es flor silvestre, sino que nace en el campo de la Iglesia y crece en una comunidad concreta, mostrando así que también está destinado a la Iglesia y a su servicio, y que ha de crecer al calor de la fraternidad con los otros sacerdotes y diáconos, bajo la autoridad paterna del Obispo.

Solos o aislados, os dispersaréis y dispersaréis a vuestra comunidad, sin embargo, unidos a los hermanos crearéis la unidad que nace de la comunión con el Dios Trinidad y se vive en la comunión fraterna. Sois parte de esta familia que es la Iglesia que camina en Getafe y estáis a su servicio.

Caminemos juntos en el Espíritu, queridos hermanos, que esto es ser y hacer Sínodo. Cimentados en Cristo, caminemos apoyados en la Palabra de Dios, alimentados con la Eucaristía, y sostenidos por la fraternidad de la Iglesia, mientras avanzamos hasta la meta que es el abrazo eterno con el Padre en el Cielo.

Que la Reina de los Ángeles que corona este Cerro y desde aquí nos mira con misericordia, apoyados en su Pilar de salvación, encomendamos la vida y el ministerio que hoy se les confía a Miguel Ángel y a José Luis, y le pedimos también que acompañe el camino de esta Iglesia de Getafe.

               + Ginés, Obispo de Getafe