HOMILÍA EN LA MISA CRISMAL
MARTES SANTO
Getafe, 26 de marzo de 2024
“Jesucristo nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. (cf. Ap 1,6) Amén”.
Con las palabras de la antífona de entrada de la Misa Crismal, tomadas del libro del Apocalipsis, quiero comenzar este año mi reflexión en esta homilía. Son palabras que expresan el reconocimiento agradecido, y siempre asombroso, de la elección de Dios, que nos ha llamado a participar de su reino y sacerdocio. Por el Bautismo todos participamos del sacerdocio de Cristo para gloria de Dios Padre. Además, algunos de nosotros hemos sido también enriquecidos con la gracia de la consagración que nos capacita y nos envía a servir a Cristo, Cabeza y Pastor de la Comunidad.
A él, la gloria y el poder por siempre, al que nos ha convocado en «un pueblo reunido en la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo», como definió a la Iglesia san Cipriano, y es, pues, el «sacramento» del amor trinitario.
Saludo con afecto a mis hermanos en el episcopado, al Obispo auxiliar, D. José María, y a D. Joaquín, nuestro Obispo emérito
Saludo también a cada uno de vosotros, queridos hermanos sacerdotes, a los Vicarios episcopales, y a los Arciprestes.
A los diáconos y a los seminaristas.
Un saludo lleno de afecto también para los miembros de los institutos de vida consagrada, sociedades de vida apostólica y vírgenes consagradas.
Y a vosotros, queridos laicos, hermanos y hermanas en el Señor.
Quiero recordar con especial afecto, al tiempo que deseo hacerlos muy presentes en esta celebración, a los sacerdotes que están enfermos, a los ancianos, a los que pasan por alguna prueba o dificultad, y a todos los que hoy no pueden estar aquí físicamente.
También quiero traer a nuestra memoria con agradecimiento a los hermanos sacerdotes que están fuera de la Diócesis por las razones que sean; recuerdo especialmente a nuestros misioneros, como ya dije el año pasado, “todos son nuestros, y en este momento los sentimos especialmente cercanos y los acompañamos con nuestro afecto y la oración”.
No me olvido de los sacerdotes que han fallecido en este año, y para los que pedimos el premio de los buenos pastores, que vivan para siempre en la presencia del Buen Pastor.
1. Un año más, queridos hermanos, el Señor nos convoca a este acontecimiento de gracia en el que hacemos memoria de tantas gracias recibidas a lo largo de nuestra vida; por eso, con la ilusión del primer día renovaremos nuestro compromiso de fidelidad al Señor en esta vocación tan extraordinaria que es el sacerdocio ministerial. También bendeciremos y consagraremos los oleos santos que ungirán los cuerpos y las almas de los hermanos que recibirán durante este año los sacramentos.
Nos sentimos acompañados, al menos espiritualmente, por el pueblo que se nos ha encomendado, y al que dedicamos cada día nuestras fuerzas con el fin de que todos conozcan al Señor y lo amen. Estamos empeñados en anunciar a Jesucristo en medio de este mundo para que sean cada más los que lo sigan, y para que la fuerza del Evangelio sea roca firmen, luz que ilumine, y testimonio de caridad en la vida de nuestros contemporáneos y en el corazón de la sociedad.
Quiero aprovechar esta celebración –como lo hago cada día-, queridos hermanos sacerdotes, para dar gracias a Dios por vuestra vida y vuestra entrega generosa, al tiempo que os agradezco a cada uno lo que sois y lo que hacéis para la gloria de Dios y el servicio al Pueblo santo. Ya sé que el camino no es fácil, que las dificultades son muchas, algunas veces en soledad e incomprensión, pero también soy testigo habitual, junto con el Obispo auxiliar, de lo necesario de nuestro ministerio para la gente –cada día más-; de lo que valoran y quieren a sus sacerdotes; y del buen hacer de cada uno de vosotros en lo cotidiano, porque no olvidéis que lo más extraordinario es lo ordinario, pues es donde se mide la entrega del sacerdote. De corazón, gracias.
2. “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Is 61,1). Son las palabras del profeta Isaías que hemos proclamado, como cada año, y que encuentran su eco y actualización en el discurso de Jesús en la sinagoga de su pueblo, Nazaret; en sus palabras Jesús nos enseña que la salvación de Dios es un Hoy y se realiza en un Hoy. Cada Hoy es, por tanto, día de salvación. La salvación de Dios se realiza en la Iglesia y en el mundo contemporáneamente a cada hombre y a cada generación, no es un acontecimiento del pasado que se queda en el pasado, sino que traspasa toda la historia, y puede traspasar también, en virtud de nuestra libertad, el corazón humano.
Queridos hermanos, traer a la memoria esta verdad de nuestra fe, no solo es importante, sino imprescindible en el contexto cultural en el que vivimos. La fe, como Jesucristo, es un hoy y actúa en cada hombre con el que nos cruzamos y al que estamos enviados. Esta convicción alimentará en nuestro corazón de pastores, también en el de todos los miembros de la Iglesia, que Dios sigue actuando en el mundo, y quiere actuar por nosotros. Caerán así los miedos y complejos que tantas veces nos paralizan para anunciar a Jesucristo con verdadera “Parresía”. Si creemos que Dios viene con nosotros, incluso va delante de nosotros, que es capaz de tocar y transformar el corazón del hombre, entonces, ¿a qué, o a quién, tememos?, ¿por qué no entregarse a esta tarea con pasión? No estamos solos. Claro que hay resistencias y dificultades, pero sembremos, y dejemos que el dueño de la viña haga germinar y crecer lo que hemos sembrado. Si el Espíritu está sobre nosotros, entonces tenemos todo lo necesario para transformar el corazón del hombre y del mundo por la evangelización.
Y tenemos el Espíritu del Señor porque él nos ha ungido y nos ha enviado. La unción no solo penetra en nuestra piel por el aceite, sino que llega hasta el alma y la transforma. Como bien sabemos la unción no nos concede una capacitación profesional, sino que cambia nuestro mismo ser, nos hace hombre nuevo, hombre según Cristo, nos configura con el Sacerdote y el Pastor para que ya no vivamos para nosotros mismo, sino para Él (cf. 2 Cor. 5,15).
El óleo es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza, al ungirnos y darnos su fuerza quiere que nosotros, en el mundo, nos transformemos en Él, y seamos instrumentos para servir como Él sirve. En nuestro caso, la unción va unida al gesto de las manos, el Obispo nos impuso las manos y ungió nuestras manos. Estos gestos nos recuerdan que no somos siervos, sino amigos (cf Jn. 15,15), de forma que podemos hablar con su “yo”, esto es lo que significa la fórmula teológica “in persona Christi capitis”. El sacerdote llega a ser amigo de Jesús y vive de esta amistad, por eso, no podemos vivir sin su intimidad, sin la oración cotidiana que habla de corazón a corazón (“Cor ad cor loquitur”, del santo cardenal Newman). Los activismos en el ejercicio del ministerio pueden ser incluso heroicos, pero no suelen ser fecundos.
Queridos hermanos sacerdotes, “pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de las manos y que nos guíe” (Benedicto XVI. Homilía Misa Crismal, 2006).
Nos ha enviado. Esto nos recuerda que toda vocación, y por supuesto la nuestra, está en función de la misión. Es el Señor quien nos envía, el que nos ha hecho testigos e instrumentos de su presencia. En toda misión hay una fuente que está en el que envía y un cauce en el que es enviado, sin olvidar a aquellos a los que somos enviados. Nos envía el Señor, yo soy el enviado que no voy donde quiero, ni hago lo que quiero. En el enviado es necesaria la disponibilidad, pero también la obediencia para no hacer mi voluntad sino la del que me ha enviado. Aquí, queridos hermanos, tenemos una tarea importante que hemos de madurar en la oración, y mediante el discernimiento obediente, porque puede darse el caso de que estoy en muchos sitios, pero no allí donde he sido enviado, puedo hacer variedad de tareas, pero no me entrego a las que el Señor me pide. Estoy seguro que la intención de todos siempre es buena, pero quiero recordar la imprescindible mediación de la Iglesia en la realización de la voluntad de Dios.
Al hablar de la misión quisiera detenerme también, de manera breve, en otro aspecto que encontramos en la misma profecía de Isaías: “«El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Él me envió» —continúa la profecía—, y me envió a llevar una buena nueva, liberación, curación y gracia (cf. Is 61,1-2; Lc 4,18-19); en una palabra, a llevar armonía donde no la hay. Porque como dice san Basilio: “El Espíritu es armonía”, es Él el que crea la armonía. Crear armonía es lo que Él desea, especialmente a través de aquellos en quienes ha derramado su unción. Hermanos, crear armonía entre nosotros no es sólo un método adecuado para que la coordinación eclesial funcione mejor, no es una cuestión de estrategia o cortesía, sino una exigencia interna de la vida en el Espíritu. Se peca contra el Espíritu, que es comunión, cuando nos convertimos, aunque sea por ligereza, en instrumentos de división. Cuando somos instrumentos de división pecamos contra el Espíritu (…) Y le hacemos el juego al enemigo (…) Recordemos que el Espíritu, ‘el nosotros de Dios’, prefiere la forma comunitaria: es decir, la disponibilidad respecto a las propias necesidades, la obediencia respecto a los propios gustos, la humildad respecto a las propias pretensiones” (Francisco. Homilía Misa Crismal 2023).
Dejadme terminar, queridos hermanos, compartiendo un gozo que es al mismo tiempo una preocupación y una esperanza, me refiero al Seminario, a nuestro seminario, y a la necesidad de vocaciones sacerdotales. El gozo es la realidad de nuestro seminario, mayor y menor. El Señor nos bendice con el sí de jóvenes que quieren servirlo, y que llenan de vida y esperanza a nuestra diócesis, pero junto a esto, la preocupación por el aumento de las necesidades en la atención pastoral a nuestra vasta realidad eclesial. Como he escrito este año con motivo del Día del Seminario. “No está de más recordar y recordarnos que los sacerdotes son imprescindibles y necesarios en la Iglesia (..) La Iglesia sin sacerdotes no puede vivir, es cuestión de fidelidad al mismo Cristo que quiso encomendar a los apóstoles y sus sucesores la misión de apacentar al pueblo de Dios (cf. Jn 21, 15ss.; 1 Pe 5, 2). Nuestra diócesis sigue creciendo en habitantes, y, gracias a Dios también en desafíos evangelizadores que multiplican las iniciativas, actividades, y ámbitos de la pastoral. La Iglesia crece, aunque algunos les pueda parecer chocante. No hay parroquia que visite que no me pidan otro sacerdote, además son muchas las realidades pastorales que necesitarían un sacerdote que dedicara más tiempo, y que no anduviera dividido por la multiplicidad de ocupaciones. Necesitamos sacerdotes para escuchar, para acompañar, para cuidar, para sostener y levantar, en definitiva, para hacer presente al Señor en tantas heridas del corazón humano, en tantas realidades que necesitan una palabra de consuelo, un gesto que los abra a la esperanza. Necesitamos sacerdotes santos que fecunden la Iglesia con su vida entregada”.
Queridos hermanos sacerdotes, diáconos, seminaristas, laicos, esta tarea de la pastoral vocacional es de todos, y todos debemos empeñarnos en ella. Recemos, propongamos, acompañemos y cuidemos las semillas de vocación porque las hay. Si nosotros, hermanos sacerdotes, vivimos nuestro ministerio con ilusión, estoy seguro que serán muchos para lo que esta mediación sea signo de una llamada de Dios.
Encomiendo nuestra vida y ministerio, así como las vocaciones sacerdotales, y toda nuestra Iglesia diocesana a la intercesión materna de la Virgen, Estrella de la evangelización y modelo del seguimiento de Cristo.
+ Ginés, Obispo de Getafe.