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PADRE, ENVÍANOS PASTORES
En el Día del Seminario

Queridos hermanos y hermanas en el Señor:

La cercanía del Día del Seminario que, siempre celebramos en la solemnidad de San José, cada año despierta en nuestros corazones dos sentimientos, en primer lugar, la acción de gracia a Dios, Dueño de la mies, que sigue llamando trabajadores a su mies, y junto a este sentimiento, la oración, la necesidad de orar para que la llamada de Dios llegue al corazón de los jóvenes y los encuentre bien dispuestos para pronunciar un Sí.

No está de más recordar y recordarnos que los sacerdotes son imprescindibles y necesarios en la Iglesia. La Iglesia se fundamenta en el testimonio de la confesión apostólica que hace presente al Señor en la predicación de la Palabra, en la celebración de los misterios de Cristo, principalmente en los sacramentos, y en la vivencia de la comunión-caridad. El “haced esto en memoria mía” traspasa toda la vida y la actividad de la Iglesia llevándola hasta su fuente y haciéndola fecunda en cada momento de la historia a pesar de las vasijas de barro que contiene el tesoro. La Iglesia sin sacerdotes no puede vivir, es cuestión de fidelidad al mismo Cristo que quiso encomendar a los apóstoles y sus sucesores la misión de apacentar al pueblo de Dios (cf. Jn 21, 15ss.; 1 Pe 5, 2).

Todos los bautizados por la gracia recibida en el sacramento nos injertamos en Cristo y participamos de su misión. Somos el Cuerpo del Señor y, como en el cuerpo, cada uno está llamado a realizar su misión dentro de este Cuerpo que es la Iglesia. Nos une el bautismo, nos complementa la llamada y la misión particular que cada uno ha recibido, podíamos decir que todos tenemos una vocación dentro de la vocación.

En la unidad del Cuerpo y a su servicio, algunos de los bautizados han sido llamados por el Señor a representarlo como Cabeza y Pastor de la Comunidad, esta llamada no los pone por encima de la comunidad sino a su servicio. Presidir una comunidad es, a ejemplo del Señor, repetir el gesto del Señor en la última cena lavando los pies a sus discípulos, pues si Él que es el Maestro y el Señor lo ha hecho, nosotros también debemos hacerlo
como expresión de la entrega de la propia vida.

El ministerio sacerdotal, nos ha enseñado el Concilio y el magisterio de los últimos papas, se define por la Relación. Relación con Dios, pues nos llamó para estar con Él, y sin vida de intimidad con Cristo el ministerio vive desfondado y sin horizonte; relación con el Obispo que es relación con la apostolicidad de la Iglesia que nos une a Cristo; relación fraterna con los que comparten vocación y misión, la fraternidad sacerdotal manifiesta de modo privilegiado el origen y sentido de todo ministerio ordenado; y relación con todo el santo pueblo de Dios, que manifiesta y recuerda que la vida y la misión del sacerdote está al servicio de este pueblo.

La reflexión en la que estamos inmersos en toda la Iglesia sobre su naturaleza sinodal tiene que iluminar y confirmar la identidad del sacerdocio ministerial.

El Concilio Vaticano II, en el Decreto Optatam Totius, sobre la formación sacerdotal nos recordaba: “la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes”, por eso “animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal”.

La convicción profunda de que Dios sigue llamando, y la actualidad de las palabras evangélicas sobre la necesidad de obreros para la mies tan abundante nos invitan cada día a poner empeño y corazón en la pastoral de las vocaciones. Son los mismos sentimientos de Cristo: “Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato” (Mc 6,34).

Que haya sacerdotes para servir al Señor y a la comunidad es una obligación de todos, nos lo ha recordado el Concilio en el mismo Decreto sobre la formación sacerdotal: “El deber de fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los fieles, que debe procurarlo, ante todo, con una vida totalmente cristiana; ayudan a esto, sobre todo, las familias, que, llenas de espíritu de fe, de caridad y de piedad, son como el primer seminario, y las parroquias de cuya vida fecunda participan los mismos adolescentes. Los maestros y todos los que de algún modo se consagran a la educación de los niños y de los jóvenes, y, sobre todo, las asociaciones católicas, procuren cultivar a los adolescentes que se les han confiado, de forma que éstos puedan sentir y seguir con buen ánimo la vocación divina. Muestren todos los sacerdotes un grandísimo celo apostólico por el fomento de las vocaciones y atraigan el ánimo de los jóvenes hacia el sacerdocio con su vida humilde, laboriosa, amable y con la mutua caridad sacerdotal y la unión fraterna en el trabajo” (OT, 2).

Descendiendo a nuestra Diócesis de Getafe, tenemos que dar gracias a Dios por nuestros seminarios y por los jóvenes que allí se preparan para el sacerdocio -35 en el seminario mayor y 15 en el seminario menor-. Para la formación de nuestros seminaristas tenemos un grupo de sacerdotes consagrados a este fin que con ilusión y dedicación entregan su vida al discernimiento de la llamada del Señor.
 
Aunque parezca un buen número de seminaristas para la época en la que vivimos, y lo es, no es suficiente. Nuestra diócesis sigue creciendo en habitantes, y, gracias a Dios también en desafíos evangelizadores que multiplican las iniciativas, actividades, y ámbitos de la pastoral. La Iglesia crece, aunque a algunos les pueda parecer chocante. No hay parroquia que visite que no me pidan otro sacerdote, además son muchas las realidades pastorales que necesitarían un sacerdote que dedicara más tiempo, que no anduviera dividido por la multiplicidad de ocupaciones.

Necesitamos sacerdotes para escuchar, para acompañar, para cuidar, para sostener y levantar, en definitiva, para hacer presente al Señor en tantas heridas del corazón humano, en tantas realidades que necesitan una palabra de consuelo, un gesto que los abra a la esperanza. Necesitamos sacerdotes santos que fecunden la Iglesia con su vida entregada.

¿Qué podemos hacer cada uno de nosotros, podemos preguntarnos? Rezar por el seminario y por las vocaciones, cada día, en cada oportunidad que tengamos. Ofrecer nuestros sufrimiento, fatigas y contradicciones por las vocaciones. Estar cerca del seminario con el afecto, y ayudarlo también materialmente.

Llamo a las familias a suscitar y acompañar la posible vocación de vuestros hijos, no se trata solo de no impedírselo, sino de proponérselo con sencillez. A las religiosas contemplativas que sé que lo hacéis, pero os pido intensificar esa oración permanente por esta intención. A los enfermos y ancianos que tenéis tiempo y oportunidad de ofrecer por la perseverancia de los llamados y por la acogida de la llamada que Dios hace hoy a los jóvenes. En fin, a todos, mis queridos hermanos y hermanas, pues el seminario es una cuestión de todos, que afecta a todos.

Queridos jóvenes, no olvidéis, recordad, decirle al Señor cada día: “Señor, ¿qué quieres de mí?” Lo demás lo pone Él, Él indica el camino y tú lo sigues.

Padre, envíanos pastores según tu corazón; pastores que con la palabra y el testimonio de su vida llenen el mundo de tu Palabra y de tu vida; que nos ayuden a descubrir tu presencia y el regalo de tu amor. Pastores que nos acerquen a Ti.

A Nuestra Señora de los Apóstoles, Rectora de nuestro Seminario, encomiendo a todos los llamados y a los que lo serán, para que todos respondamos a esta llamada con generosidad como lo hizo Ella.

Con mi afecto y bendición.
     + Ginés, Obispo de Getafe