El sábado pasado, 11 de noviembre, se celebró en Madrid la beatificación de sesenta mártires de la familia vicenciana, asesinados por odio a la fe en el año 1936.
Entre los nuevos beatos había sacerdotes, monjas y seglares. Todos murieron por el único delito de ser católicos. Y murieron amando y perdonando.
Uno de los trece seglares beatificados era Miguel Aguado Camarillo, congregante de la Medalla Milagrosa y padre de cuatro hijos, que fue denunciado por sus vecinos. Fue asesinado en Paracuellos, sin juicio previo, dejando una viuda con apenas treinta años y cuatro niños a su cargo: Ángela de seis años, Carmen de cuatro años, Miguel de dos años, y Gloria de seis meses.
El ya Beato, Miguel Aguado, vivía con su familia en una humilde buhardilla en la calle Ponzano n.38 y trabajaba como mozo en un almacén de neumáticos. En su recordatorio dice: “Era un pobre obrero y pertenecía a la Compañía del Cerro de los Ángeles, a la Adoración Nocturna y era caballero de la Milagrosa.”
Miguel Iba a Misa todos los días muy temprano a la Basílica de la Milagrosa y este hecho llamaba la atención porque Miguel y su esposa eran los únicos vecinos del edificio, conocidos por todos como fervientes católicos. Fue por esto por lo que varios vecinos decidieron denunciarle y alertaron a los milicianos para que vinieran a su casa a detenerle. Finalmente fue arrestado el 29 de octubre de 1936.
Miguel Aguado fue trasladado a la cárcel Modelo de Madrid y de allí a la cárcel de la calle Porlier, famosa porque desde allí siempre se salía para el fusilamiento. Junto con 25 compañeros este padre de familia fue fusilado en Paracuellos del Jarama el 27 de noviembre de 1936, precisamente en la festividad de la Virgen Milagrosa de la que era congregante.
Si admirable es el testimonio de fe de Miguel, también lo es el de su joven esposa, María. Era muy valiente y soportando las mayores humillaciones y groserías acudía a verle a la cárcel con sus cuatro hijos.
Pero ella, lejos de odiar, se apoyó en la fe y no buscó venganza. Podía haberlo hecho, después de la guerra porque conocía a los que denunciaron a su marido, que eran vecinos suyos, pero no lo hizo.
Según recoge la revista Alfa y Omega, la segunda hija del nuevo beato contó, antes de morir en 2015, como vivió su madre aquel momento: “La recuerdo siempre vestida de negro, trabajando en todo lo que podía para sacarnos adelante. Siguió muy devota de la Milagrosa y nos enseñó a todos a confiar en Dios. Todas las noches, antes de acostarnos, nos hacía rezar por nuestro padre para que gozara ya del cielo y por el alma de los asesinos para que Dios les convirtiera y fueran también al cielo. No me cabe la menor duda de que nuestro padre aceptó la muerte por el Señor porque era muy buen cristiano. Sabemos que el ambiente en la cárcel era como de unos ejercicios espirituales. Allí se rezaba el rosario y los sacerdotes que estaban con ellos les animaban en la fe les daban la absolución.
En el Prefacio de los mártires decimos: “Te damos gracias Señor porque en la sangre de los gloriosos mártires, derramada como la de Cristo para confesar tu nombre, manifiestas las maravillas de tu poder, porque en su martirio, Señor, has sacado fuerza de lo débil, haciendo de la fragilidad tu propio testimonio”
Que el ejemplo de los mártires y su intercesión nos ayuden a ser fuertes en la fe, a vencer nuestros miedos y a dar testimonio valiente de Cristo allí donde estemos.
Para todos, un saludo cordial y mi bendición.