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HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTESCOSTÉS

Getafe, 19 de mayo de 2024

Con el salmista también nosotros queremos cantar:

“Bendice alma mía, al Señor:
¡Dios mío, qué grande eres!
Cuántas son tus obras, Señor,
La tierra está llena de tus creaturas”

Sí, queridos hermanos, hoy alabamos al Señor por sus obras, y nos fijamos en su obra más maravillosa, en María. La Virgen se nos presenta como modelo de la nueva humanidad y como manifestación de la belleza divina en la humildad de nuestra carne. En Ella contemplamos todo lo que nosotros esperamos, el destino de la humanidad redimida, y a Ella acudimos para gozarnos en el misterio de su virginidad y acogernos a su maternidad.

En estos días, desde que la imagen bendita de nuestra Señora de los Ángeles bajara del Cerro, son muchos los hijos de este pueblo, también los que vienen de otros lugares, los que se acercan a ella con la ofrenda de una oración que susurran con los labios, o que llevan en lo más profundo del corazón, oración que es acción de gracias y también petición por tanto y por tantos; se acercan a la Virgen con la confianza que siempre se pone en el corazón de la madre, una madre siempre escucha, y, sobre todo, siempre acoge, abraza, y consuela cuando el dolor se hace inevitable. La figura de María nos recuerda que el mundo de hoy, como el de siempre, necesita corazón. Ni toda la ciencia, ni la técnica más avanzada –lo que llamamos Inteligencia Artificial- pueden sustituir lo más profundo del alma humana; las maquinas no acarician porque no tienen corazón. Una madre, sí.

Hoy, en este domingo de Pentecostés, como cada año, nosotros celebramos esta alabanza a María, que es Madre y Reina. La celebración de la Eucaristía, memorial de la pascua del Señor y actualización de su sacrificio en la Cruz, es el modo más sublime de dar gracias a Dios por el don de María, al tiempo que con Ella renovamos el misterio de la comunión de los santos.

En la Virgen de los Ángeles, nuestra Patrona, nos unimos a la Iglesia extendida por todo el mundo, y nos unimos a la Iglesia del cielo, a los que nos han precedido en el amor y la devoción a la Virgen Santísima y han dejado este mundo en la esperanza de la resurrección; nos unimos a todos los que formamos este pueblo y esta Diócesis, y a los que están lejos; hacemos especialmente presentes a los pobres, a los más necesitados, a los enfermos y a los impedidos por los años, a los que están solos, a los que no tienen trabajo o no gozan de la dignidad que corresponde a cada hombre, a los que vienen de fuera y no sienten nuestra acogida, a las mujeres maltratadas y explotadas, a los que son marginados por la causa que sea. En nuestra oración también tenemos presentes a los hermanos de otras confesiones cristianas y religiosas, y a los que no creen.

1. La solemnidad de Pentecostés, culminación de la Pascua y fiesta del Espíritu Santo, que en nuestro pueblo está firmemente unida a la Virgen María, como Señora de los Ángeles, nos recuerda la profunda unidad del Misterio de la Virgen María con el Misterio mismo de Dios, y con la obra de la redención. Como ha reconocido la tradición cristiana, María es la Hija del Padre, la Madre del Hijo, y la Esposa del Espíritu Santo.

No hemos de hacer muchos esfuerzos para reconocer el vínculo objetivo e indestructible entre María y el Espíritu Santo, “y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen”, profesamos en el Credo. Por eso, mirando a la figura de María, contemplemos lo que nos ha dicho hoy la Palabra de Dios.

El acontecimiento de Pentecostés que nos transmite el comienzo del libro de los Hechos de los Apóstoles nos habla de novedad, de libertad, de apertura, y también de unidad, de entendimiento, de valentía –“parresia” que, en griego, quiere decir hablar con valentía, sin miedo-, y de gozo.

La manifestación del Espíritu en el Cenáculo de Jerusalén, donde estaban reunidos los seguidores de Jesús, es fuerte, sus signos son evidentes, se escucha el estruendo como de un viento que soplaba fuertemente, y ven aparecer unas lenguas como llamaradas que se pasan sobre sus cabezas. Dios está hablando claramente, pero sobre todo está llegando a su corazón, lo está transformado, está haciendo que aquellos que estaban dominados por el temor se conviertan en apóstoles valientes e intrépidos, que lo que no entendían ahora sea una llama en sus corazones que ilumina y quema para salir y anunciarlo a los demás. Ahora entienden todo lo que Jesús les había dicho. Les dijo: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”, y les había dado el Espíritu Santo, que ahora se convierte en experiencia. El Espíritu Santo, como Dios, no es un sentimiento, es una realidad en el corazón del hombre, una experiencia que crea y recrea en nuestro corazón y nos lanza a anunciar a Jesucristo.

Los discípulos comenzaron a hablar en lenguas, y cada uno los oía hablar en su propia lengua, los entendían y entendían lo que estaban transmitiendo. Eran diversos, y no solo en su procedencia, pero podían hablar una sola lengua. Pentecostés es la imagen de una humanidad unida a pesar de la variedad, de las diferencias. Nos está gritando que la unidad es posible, que una humanidad unida y fraterna no es una utopía sino una vocación a la que todos estamos convocados, creyentes y no creyentes.

Es necesario repetir, y, sobre todo, que nos comprometamos a dejar este ambiente social, político, y hasta eclesial de choque que engendra una polarización que nos impide vivir en el bien y en la verdad, y reconocernos como hermanos, es más lo que nos une que lo que nos separa. La división es siempre un mal, y para nosotros los creyentes, un pecado. En este mundo amenazado por la guerra y la violencia, hemos de volver al arte del diálogo, al encuentro, a la “amistad social” como gusta decir al Papa Francisco, quien escribe en su Fratelli tutti: “El amor social es una fuerza capaz de suscitar vías nuevas para afrontar los problemas del mundo de hoy y para renovar profundamente desde su interior las estructuras, organizaciones sociales y ordenamientos jurídicos”. Así devolveremos al mundo la esperanza que tanto necesitamos.

2. Los cristianos sabemos que esta unidad-fraternidad solo puede venir de Dios, que quiere que seamos uno, como Él es uno, y que nos reconozcamos en su paternidad que verdaderamente nos hace hermanos, para esto tenemos un Maestro interior, el Espíritu Santo, que nos indica el camino que hemos de recorrer. Dejarse llevar por el Espíritu del Señor es vivir en libertad, porque el Espíritu es libertad, es esperanza, es amor. María se dejó llevar por el Espíritu, fue una mujer orante que, en su humildad, abrió caminos de esperanza para la humanidad, y nos dio al autor de la vida.

María es la mujer orante como la presenta el Evangelio. Desde Nazaret a Jerusalén, siguiendo el camino de su Hijo, también ella va haciendo un camino en la oración y en el silencio, meditando todo en su corazón, haciendo vida la contemplación de los misterios de la vida del que llevó en sus entrañas (cf. Lc 2,19).

La vida de María es una invitación a la oración. Ella nos enseña a orar en todo momento y circunstancia. “¡Qué bonito si nosotros también podemos parecernos un poco a nuestra Madre! Con el corazón abierto a la Palabra de Dios, con el corazón silencioso, con el corazón obediente, con el corazón que sabe recibir la Palabra de Dios y la deja crecer como una semilla del bien de la Iglesia” (Papa Francisco. Catequesis, 18 de noviembre, 2020).

3. Como ya he dicho Pentecostés es también la llamada a la Evangelización, es una llamada a cada uno de nosotros para renovar la vocación cristiana a la que hemos sido llamados y la misión a la que personalmente y como Iglesia estamos destinados. Hoy celebramos el día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar con el lema: “Laicos por vocación, llamados a la misión”.

El Espíritu Santo nos impulsa a ser testigos del Señor; hoy, como en cada época de la historia, la Iglesia está llamada a salir a los caminos del mundo y anunciar el Evangelio a toda la creación:

“La Iglesia necesita su Pentecostés perenne; necesita fuego en su corazón, palabras en sus labios, profecía en su mirada (...) La Iglesia necesita recobrar la inquietud, el gusto, la certeza de su verdad (Cf. Jn 16, 13) (...) y luego la Iglesia necesita sentir la ola de amor que fluye por todas sus facultades humanas, de ese amor que se llama caridad, y que se difunde en nuestros corazones precisamente «por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5, 5)” (San Pablo VI. Audiencia General, 29 de noviembre, 1972).

En definitiva, la Iglesia necesita el Espíritu Santo, implorarlo, llenarse de Él, dejarse hacer por Él, lanzarse a la misión con la confianza y la audacia de los que han experimentado el amor de Dios.

Quiero repetir y hacer nuestras, para nuestra Diócesis de Getafe, las palabras del papa Francisco: “Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo (...) prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida” (EG, 49).

Termino con la mirada puesta en la Virgen de los Ángeles a la que quiero elevar mi oración en nombre de todos con la antífona que canta toda la Iglesia:

“Salve, Reina de los Cielos
y Señora de los ángeles;
salve raíz, salve puerta,
que dio paso a nuestra luz.
Alégrate, Virgen gloriosa,
entre todas la más bella;
salve, oh hermosa doncella,
ruega a Cristo por nosotros”