Queridos amigos, en este domingo, en el que concluye el Sínodo para la familia en Roma, vamos a escuchar un grito que sale del alma de un hombre ciego llamado Bartimeo: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. En esta frase se condensa el deseo de salvación de la Humanidad que clama a Jesús, dada la angustia que supone caminar en tinieblas. Que el Señor nos dé su luz y finos oídos para escuchar en esta mañana su palabra.
Hoy escucharemos una muy bella del profeta Jeremías, cargada de esperanza. Cuando los profetas querían corregir al pueblo lo hacían con dureza, pero cuando se trataba de alentarlo en las dificultades, sacaban lo mejor de sí mismos. Jeremías entrevé un futuro mejor para el pueblo de Israel, en plena deportación en Babilonia, y grita: “El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel”. Dios va a reunir a su pueblo disperso, y “entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas: una gran multitud retorna”. Y se muestra así como un Padre que reúne a sus hijos. Jeremías anunciaba el retorno de Israel en un futuro próximo. Con el salmo 125, vemos ya cumplida la reunificación. La alegría es desbordante: “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares”. Este acontecimiento fue toda una resurrección para Israel. Con el exilio, todo parecía que se derrumbaba definitivamente, pero ahora surge una nueva primavera, el tiempo de la cosecha: “Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”.
La carta a los Hebreos desarrolla un argumento central. El culto del Antiguo Testamento ha desembocado en el ofrecimiento de Cristo en la Cruz. Hacerse cristiano no es renegar de la fe judía sino aceptar la plenitud que el mismo Dios le ha dado enviando a su Hijo. En el pasaje que escucharemos hoy, se destaca que ningún sacerdote lo es por propia iniciativa. “Dios es quien llama”. Así sucede también con Cristo, al que el Padre llamó para ser sumo sacerdote, no ya del orden de Leví, como los sacerdotes de Israel, sino del orden de Melquisedec, es decir, que imitan su gesto de ofrecer pan y vino.
El Evangelio de hoy se desarrolla camino de Jerusalén, ya en la ciudad próxima de Jericó. Allí Jesús se encuentra con el ciego Bartimeo, cuya súplica, “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”, ha quedado con una de las oraciones más queridas y repetidas en el pueblo cristiano. Los cristianos orientales, a la repetición incesante de esta sencilla frase, la llaman la “oración del corazón”. Bartimeo pide a Jesús recobrar la vista y éste no tarda en conceder el favor. Es todo un símbolo de la fe. No en vano, los primeros cristianos hablaban del bautismo como de una “iluminación”. Es pasar de las tinieblas a la luz, de la oscuridad a contemplar a Jesús cara a cara.
Queridos amigos, ¿cuáles son nuestros deseos más profundos? Cada mujer y cada hombre posee en su interior el dinamismo del deseo, es decir, una serie de fuerzas e impulsos que nos arrastran por la vida en busca de determinados bienes. Pero, tristemente, tantos de esos bienes nos dejan defraudados y el deseo mengua y se apaga. Santa Teresa de Jesús quiso ser recordada como una mujer de grandes deseos. Deseos como el de Bartimeo, que grita y suplica a Jesús. Quien desea a Jesús para estar con él, para seguirlo, no queda defraudado. Pues Jesús atiende a nuestro deseo y lo cumple, incluso lo fortalece y lo eterniza. Seamos hombres y mujeres de grandes deseos, de buenos deseos. Hoy gritemos con Bartimeo: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. ¡Feliz domingo!
 
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