Queridos amigos, hoy celebramos el último domingo del tiempo ordinario, que coincide todos los años con la Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Disfrutemos de esta hermosa fiesta que nos recuerda que nuestro Señor tiene en sus manos el devenir del tiempo y de la historia. Pero sus manos no son las de la tiranía de los reyes humanos, sino las manos amorosas de Padre que nos conduce hacia su reino de comunión y felicidad.
El profeta Daniel nos narra, en la primera lectura, toda una escena de coronación que acaece en las nubes, es decir, en el mundo de lo divino. Se nos habla de un “hijo del hombre” que avanza hacia un anciano, que representa al mismo Dios. Éste le concede “poder real y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin”. Jesús de Nazaret hizo suya la expresión del “hijo del hombre” para designarse a sí mismo. También lo hará para anunciar su muerte cruenta. Sólo tras su Resurrección, sus discípulos reconocieron a Jesús como el “hijo del Hombre” del Profeta Daniel.
Con el salmo 92, que recitaremos como salmo responsorial, el pueblo de Israel aclamaba al Dios-Rey. Como si de una entronización se tratara, se exalta al Señor como Rey de toda la creación. Como hacían los reyes con sus capas, Dios también se reviste, pero de poder inmutable. Su trono es la creación entera, siempre firme y estable, y el adorno de su palacio real, es la santidad. Esto último quizás sea una fina ironía, ya que rara vez los reyes se distinguen por su santidad. Dios es diferente. Es un rey santo y eterno.
El fragmento del libro del Apocalipsis que escucharemos como segunda lectura, es realmente impresionante, y condensa todo el misterio de Cristo. Él es el Testigo Fiel, es decir, el enviado que nos comunica la verdad. El vendrá en las nubes al final del tiempo. Con este detalle se destaca su realeza, su poder. Sin embargo, es el mismo que pasó por el crisol del dolor, ya que es el mismo que fue “traspasado”. Esta alusión a una antigua profecía de Zacarías, nos recuerda la cruz y la sangre derramada. La lectura concluye con esta tremenda afirmación: “Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que viene, el Todopoderoso”.
En el Evangelio se proclamará un pequeño fragmento de la Pasión del Señor según san Juan, que todos los Viernes Santo escuchamos de manera completa. Hoy se nos presenta el diálogo mantenido entre Pilato y Jesús en el momento del juicio. Nuestra atención se centra en este pasaje porque es el único en todo el Evangelio en el que Jesús se proclama a sí mismo rey. En otras ocasiones, tras algún milagro espectacular, los discípulos quisieron otorgar al Señor títulos reales pero él siempre los rechazó. Ahora se declara rey, sin tapujos. Pero lo hace maniatado, débil y expuesto a las mayores barbaridades de los romanos y de la turba enfurecida. Este es nuestro rey.
Queridos amigos, la fiesta de Cristo Rey supone introducirnos en una paradoja. Jesucristo es proclamado por la liturgia como Rey del Universo, rey eterno, indefectible, todopoderoso. Sin embargo, el evangelio nos lo presenta como un rey no del orden humano. Su reino no es de este mundo, y así lo comprobamos día a día, en la fragilidad de su cuerpo que es la Iglesia. ¿Dónde está, pues, el poder de Cristo? Sólo está en que Él es el Testigo Fiel, según la expresión del Apocalipsis. Todo el que es de la verdad, escucha su voz. Y esa verdad no es otra que su amor por nosotros mostrado en la cruz. El poder de Dios se manifiesta, principalmente, en su misericordia, decía Santo Tomás de Aquino. Entremos nosotros también esa lógica. El más poderoso es el que abraza más fuerte. ¡Feliz domingo!

 
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